Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila
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Con toda mi voluntad solté la flecha envenenada, y a su veloz toque se unió en ese preciso instante un chillido endemoniado, y lo sentí, lo hice, la punta afilada de metal hundiéndose en el pelaje suave y la piel, el segundo de resistencia, y despues la imposibilidad de todo. Mi mente voló de regreso al momento en que mi madre pasó una aguja por el fuego para luego perforarme los lóbulos de las orejas, uno después de otro, mientras yo, toda temor, sentía mi carne desde adentro, profundamente. Ahora que el sudor me caía en los ojos, vi el rojo brotando del blanco grisáceo, brillante como una flor. Una flor burbujeante que yo había hecho.
El gato luchó y se resbaló, tratando desesperadamente de arrastrarse, pero yo luché también, con rapidez, mi mente aguda y despejada. Apunté y disparé otra vez, y otra vez sentí la invasión dulce del duro metal frío encontrando, rompiendo y penetrando la suave piel caliente y la carne. Tomé otra flecha envenenada, pero desde algún lugar lejano escuché a mi padre gritando, “¡Detente!”. Me tambaleé, y como el gato que se retorcía, no pude escapar. Yo era su cuerpo; el veneno cobró vida al adueñarse de él, buscando las venas y escurriéndose a través de ellas, corriendo veloz a través del pequeño cuerpo sucio y caliente. Ahora la carne misma se volvía sedienta, rogaba por él, como cuando después de mi ayuno tuve que tomar agua con tanta desesperación que casi me ahogo, y sentí su cauce frío bajando por mi garganta y extendiéndose, con un cosquilleo, hasta la punta de mis dedos.
El gato tenía que parar de retorcerse y lo hizo, y cayó muerto. Todavía salía sangre, cubriendo el pelaje, alguna vez blanco, con parches púrpuras. Sus ojos rojos permanecieron abiertos. Había cazado su gracia elegante y leonada, y me había quedado con una nada blanda. Iba a tener que tirarlo sobre la pila de basura, y yo también hubiera querido arrojarme allí.
En lugar de eso, di media vuelta y corrí hacia mi padre, quien con los brazos en alto, llenó el aire con sus gritos de alabanza. Se detuvo el tiempo suficiente como para darme un traguito precioso de su botella casi vacía, por primera vez, y luego continuó gritándole al sol. Qué podía hacer yo, salvo gritar como él, agregando incluso un baile sobre mis piernas temblorosas, hasta que pude gritar y bailar de verdad. Agité el arco y las flechas sobre mi cabeza y grité, “¡Lo hice! ¡Lo hice!”. Mi padre estaba lleno de aleluyas, así que bailé para él, y él se rio. Pero él no había visto los ojos rojos del gato. Aunque habían dejado de brillar, aún no estaban vencidos.
Di vueltas y vueltas, mi pollera volando, y luego arrojé el arco y las flechas en un gesto de victoria, no de disgusto. Puedo terminar con una vida, yo, Namuli. La danza finalmente, finalmente se detuvo y yo salté y grité más fuerte.
Mi madre, oyendo toda la conmoción, salió corriendo de la casa. “¿Te has vuelto loca?” Chillaba como el gato agonizante, como yo, solo que más fuerte.
“¡Maté un gato! Maté…”.
Ella vino directo hacia mí, y con todo el peso de su maravilloso cuerpo me sacudió por los hombros hasta que mis mejillas temblaron y me callé. Cuando me soltó, caí. Finalmente, como el gato, me dejé ir. Algo tibio brotaba de mí, fluyendo por mi pierna. ¿Sangre? Pis. Pis tibio y ácido. ¿Qué había hecho? Entonces llegaron las lágrimas, y las dejé salir.
Mi madre seguía gritando, sus clamores llenando el aire como una plaga de grillos mientras trataba de enderezar el mundo que estaba cabeza abajo, trataba de sanarnos, pero era demasiado tarde. Mi padre tiró de mí. “Vamos, estás muy crecida para esto ahora”. Pero yo no podía detenerme. “Ganaste”, declaró, y me volví hacia él. El suelo cubriéndome de suciedad me parecía lo correcto. Él se encogió de hombros, dejó caer los brazos a los costados, se volvió y se fue con pasos largos, murmurando y gruñendo, él no podía quedarse a escuchar a las mujeres llorando y maldiciendo. Esta vez yo quise que se fuera, que se fuera a buscar su propio trago.
Mi madre se calmó, ahora que mi padre no estaba más allí para gritarle. “¡Típico! El tonto causa problemas, después desaparece”.
Se volvió hacia mí. “¿Namuli?” Aunque ahora me sentía estúpida, ahí tirada, mojada y sucia sobre el suelo, no quería lo que sabía que ella iba a hacer: levantarme con suavidad, secar mi cara con su pareo, sacudir mi vestido y plegarme de nuevo en su interior. ¿No podía ver que ahora tenía uñas como un gato?
“Déjame sola. Solo déjame, ¿ok?” Me levanté y me alejé. Me lavaría e iría a sentarme en el banco junto a nuestra pared por un rato. Quería sentarme sola.
Una curruca en el cañaveral Lily Mabura
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