El arte de la mediación. Oriol Fontdevila

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“Nosotros sufrimos, en tanto que receptores, las formas de agencia que están mediadas por nuestra propia imagen”, dice el antropólogo; lo cual se debe a que nos pensamos en tanto que “personas distribuidas”. Como seres sociales, “no estamos presentes solo en nuestros cuerpos en singular, sino también en todo aquello que nos rodea y que parece soportar el testimonio de nuestra existencia, nuestros atributos y nuestra propia agencia”. Así, el sujeto, una vez aparece representado, piensa: “Soy la causa de la forma que toma mi representación”52, por lo que se forma un vínculo íntimo entre el yo y la representación que lleva a cuidar de la propia imagen como si se tratara del cuidado de uno mismo.

      LAS TRAMPAS DEL ORNAMENTO

      Alfred Gell encuentra en los motivos ornamentales un segundo procedimiento de agencia artística. A diferencia de la mímesis, la agencia no se debe en este caso a la remisión de los motivos a alguna referencia externa. Al contrario, con el ornamento, la efectividad del arte guarda relación con una cierta tendencia hacia la autorreferencialidad. Esto es lo que posibilita que los ornamentos se resistan a ser descodificados en tanto que signos. Los ornamentos consiguen mantener en tensión la mente de los humanos pues la obstaculizan en términos cognitivos. Según el antropólogo, las superficies de un objeto se animan cuando los motivos decorativos proceden a articular “una intrincada danza a la que nuestros ojos se muestran dispuestos a abandonarse”53, resolviéndose aquí la agencia por vía de la relación interna que se establece entre los motivos que se disponen en la superficie de un objeto.

      El arte ornamental funciona, de esta manera, como una tecnología que también es capaz de capturar a los humanos, así como de generar lazos entre estos con objetos y “los proyectos sociales que las cosas entrañan”. Efectivamente, ya se trate de patrones simples o más complicados, los ornamentos no tienen otra razón de ser que la de captar la atención, algo que los vincula también a comportamientos sociales. En su texto “Technology of Enchantment and the Enchantment of Technology” (1992), la condición ornamental sirvió a Gell para plantear una hipótesis del arte como agente de mediación: “La obra de arte es inherentemente social en un sentido que no se remite meramente a la belleza o misterio del objeto: el arte es una entidad física que tiene como facultad mediar entre dos seres, por lo que crea una relación social entre ellos, la cual a su vez provee un canal para el desarrollo de otras relaciones sociales e influencias”54.

      De esta manera, “cuando se trata de ofrecer protección y confort al niño durante el sueño, unas sábanas no decoradas en un lecho infantil serán probablemente menos funcionales que otras decoradas, porque el niño se sentirá menos inclinado a dormir en ellas, y serán menos funcionales socialmente, pues es objetivo primordial de los padres es que sus hijos duerman protegidos y cómodos”55. Claude Lévi-Strauss recogió, en este sentido, que con los motivos ornamentales se articula una relación primigenia entre los cuerpos, las imágenes y la sociabilidad. Según este antropólogo, en el hecho de pintarse la cara o bien cubrirla con una máscara es donde se encuentran los primeros indicios históricos de que el cuerpo se ha convertido en un medio social56.

      Otro ejemplo que aporta Gell son las alfombras con motivos orientales, de las cuales el placer de poseerlas se encuentra en la misma imposibilidad de estar uno nunca seguro de haber comprendido del todo cómo se ha formado su patrón. Aunque las relaciones que se establecen entre los distintos motivos de una alfombra pueden ser comprendidas racional o matemáticamente (simetrías entre motivos, rotaciones de un motivo, etcétera), las composiciones resultantes consiguen desafiar una y otra vez el desciframiento visual. De este modo, “el poseedor de una alfombra oriental de intrincado diseño […] ve en su trenzado una imagen de su propia existencia inconclusa”57, lo cual tendría según el antropólogo un cierto valor tecnológico, ya que el “intrincado diseño” incidiría directamente sobre la articulación de relaciones sociales de temporalidad duradera.

      Aun así, por lo que a la ornamentación se refiere, algunos de los ejemplos más brillantes están relacionados con la decoración de armas. No es anodino que estos instrumentos hayan sido tan propensos a acogerla. Thomas Golsenne sostiene que “la ornamentación aumenta la eficacia de un arma”. Lo explica a partir de la consideración de Gilles Deleuze del ornamento en tanto que estética de la diferencia: según este filósofo, el ornamento constituye “un proceso dinámico de crecimiento [de un motivo] constituido por zonas de intensidad variable”. Golsenne entiende así que el ornamento no es parte del “embellecimiento externo y accesorio de un cuerpo o de un soporte, sino que es la expresión de una fuerza interior de diferenciación”. El ornamento constituye “la vitalidad misma de la cosa a la que confiere su potencia”58.

      Por todas estas razones pienso que se debe otorgar parte de razón a Adolf Loos cuando, en los albores del siglo XX, reparó en su polémico Ornamento y delito (1908) en que el ornamento es una epidemia que tiene a los humanos esclavizados. Ciertamente, el ornamento funciona como una trampa para los humanos. Sin embargo, lo que resulta inaceptable de su ensayo es que el arquitecto vienés de fachadas austeras condenara el ornamento en tanto que “signo de degeneración estética y moral”, como un artilugio engendrado por delincuentes y como, en definitiva, “un delito, puesto que perjudica enormemente a los hombres atentando contra la salud, el patrimonio nacional y, por ello, la evolución cultural”59.

      Loos, uno de los críticos de su tiempo que más se empecinó contra la voluptuosidad del Art Nouveau, con su práctica arquitectónica empezó un concienzudo proceso de depuración formal que resultó decisivo para la definición de los parámetros del arte y la arquitectura modernos: “La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento”, pensaba Loos. Y así, refiriéndose a la modernidad, añadió: “Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que esta es incapaz de realizar un ornamento nuevo”60.

      Ahora bien ¿se puede considerar la modernidad como un momento de la humanidad realmente carente de ornamentos? El Diktat de la funcionalidad, que aconteció como el mantra de la modernidad, ¿remite realmente a la esencia de las cosas? ¿O bien este consistió, sencillamente, en la producción de otro tipo de ornamentos?

      Loos definitivamente erró en este punto: aunque es cierto que el ornamento nos tiene atrapados, vamos a considerar también que no hay manera de eludir el apego hacia las cosas. No hay emancipación posible de las mediaciones con que los objetos capturan la consciencia humana y proceden a generar relaciones sociales por su cuenta. Inversamente, acertaremos si consideramos la apariencia ornamental como un aspecto más esencial de la relación entre los humanos y los objetos, y no como el inaudito impulso antidecorativista moderno que llevó a su depuración. Una vez que nos desenganchamos de la droga del discurso emancipatorio de la modernidad, tal impulso antidecorativista no comparece sino como un ornamento más.

      LA FISURA DE LA INMEDIACIÓN

      La mediación fue el gran invento que el Idealismo alemán afianzó durante los primeros decenios del siglo XIX. Sin embargo, la mediación apareció como tal justo en el momento en que sus artífices habían salido a la búsqueda de su contrario exacto: lo no-mediado. Lo que desde Johann Fichte se ha llamado la inmediación.

      Un requerimiento de la ideología moderna fue que el arte se separase de la contingencia del mundo para constituirse como tal. Es decir, que deviniera autónomo –auto / nomous, del griego, literalmente “gobernado según la propia ley”–. En lo sucesivo ya no iba a ser posible aceptar el arte en tanto que agente que toma parte activa en el trenzado de las redes de actividad que conforman el mundo, tal y como se ha sugerido aquí con el análisis de la mímesis y del ornamento. El arte, para funcionar en tanto que arte –y no hacerlo ni como artefacto ni como fetiche, ni siquiera como artes aplicadas– debería dejar de dar forma al mundo para proceder a dársela tan solo a sí mismo. Así se requirió que el arte dejara de mediar, al mismo tiempo que dejara de ser mediado.

      En efecto, el corte que el ideal de autonomía practicó en el arte al quererlo

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