90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián
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– Debes ir por tu hijo – así se expresaba María Elena, instruyendo a don Ramón para el lejano camino – aquí estará perdido, se pudrirá en las mazmorras de Raúl. Allí se abren inimaginables perspectivas… Tu hijo te necesita. No lo traiciones.
… Cuando el caudillo de la primera guerra por la independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, fue puesto por los españoles ante la opción de salvar a su hijo natal o traicionar a la patria, el héroe prefirió sacrificar la vida del hijo a rescatarla mediante el precio de la traición.
Don Ramón Rafael se orientaba bien en la historia, pero no creía poder ser capaz de un acto de heroísmo. Por dentro se arrepentía por la bajeza de espíritu y con todo corazón sentía que estaba cometiendo un error, pero, acostumbrado a seguir la corriente, como si fuera un zombi, entraba en un río turbio lleno de ilusiones ajenas, sin saber a dónde lo llevaría la corriente tempestuosa.
– ¡Dame el extremo! ¡Tíramelo! – Vociferaba Lázaro a un torpe jovencito, el cual intentaba sacar la soga del bolardo – ¿Por qué eres tan lento?… ¡Apaga el motor, la soga se puso tensa! No lo podrá hacer este debilucho…
– ¿Puede ser que demos marcha atrás? – preguntó de manera insegura el duro de oído Bernardo, que se asumió voluntariamente el modesto papel de contramaestre, pero, poniéndose al timón, inmediatamente creyó ser Magallanes.
– ¡Apaga el motor y apártate del timón, idiota! – ordenó Lázaro, mientras acompañaba sus exigencias con gestos expresivos…
– ¿Estás seguro de que luego lo pondremos en marcha? – Lo dudó el contramaestre rechazado, aunque se sometió al cacique, paró el motor con pocas ganas, bajó del puente de mando y con aire sombrío se dirigió al escotillón que llevaba a la bodega. Mejor sería ir a comprobar el remiendo hecho con soldadura en caliente, ejecutado de prisa en la sala de máquinas, que oír todo tipo ofensas. Realmente, en esta embarcación oxidada de los días de Batista, que era tan caduca, como el submarino alemán, hundido en estas aguas a mediados de la Segunda Guerra Mundial, había más de un remiendo bajo la línea de flotación. Pero Lázaro y su “contramaestre” solamente sabían la existencia de un agujero remendado.
– ¡Tira la soga para sí, pachucho! – Vociferaba a todo grito Lázaro, – Ahí está, holgazán. ¡Tírala a bordo! Por fin. ¡Desamarramos! – Hacía todo lo posible para que lo vieran en acción – decía palabrotas, se agitaba, se acaloraba…
A duras penas al motor se le aclaró la voz a fondo. Este comenzó a traquetear con aire enfermizo y apenas podía arrastrar a los fugitivos hacia el horizonte tras el cual se extendía la deseada Florida – puesto avanzado del sueño americano.
– ¡Yo quiero ver a papá! – mirando el agua tempestuosa tras la popa, Eliancito les hizo recordar que estaba a bordo.
– ¡Cálmalo, o si no yo lo tranquilizo! – Enseñó los dientes como un lobo a Elizabeth, le advirtió groseramente Lázaro – llévalo al camarote.
– Ahí tampoco hay sitio – le contestó Eliz mostrando la cara de pocos amigos y apretó al niño contra el pecho.
“Este Lázaro tiene un machete afilado, como una cuchilla. De estar mi papá aquí, sabría cómo arreglárselas…” – pensó Elián, y este pensamiento grato, junto con la manta de lana, con la cual mamá tapó al niño, empezó poco a poco a adormecer al joven pasajero del yate maldito. El aspecto poco atrayente de esta barcaza del sueño de manera adecuada correspondía a lo que le estaba predestinado por la suerte, ser el último refugio para los doce ciudadanos de Cuba, que se iban en búsquedas de una vida mejor.
La mayoría de ellos, a semejanza de Lázaro, no apreciaba su ciudadanía. Algunos, como don Ramón, quedaron sometidos a la voluntad ajena y seguían yendo por el trayecto trazado. Otros, como Elizabeth, actuaban instintiva y espontáneamente, obedeciendo a la primera emoción y prestando oído solo a una amargura fugaz y una ofensa insoportable a primera vista. Esto es una bien marcada característica de las mujeres latinoamericanas. Pero había entre esos desdichados, afectados por el virus de la desesperación y otros que intentaban hallar el suero de la salvación, no en el lugar donde lo producían, un hombrecillo que vagamente se imaginaba a donde lo llevaba una fea y destartalada embarcación del miedo, a la cual no se sabe por qué la tomaron por un deslumbrante buque níveo de la Esperanza…
* * *
Las incansables olas se batían contra los bordes, haciendo aflojar el yate, como un río feroz lanza de un lado al otro la canoa de los descuidados “extrémales” – fanes del balsismo. El mareo, novia eterna de la tormenta, cubrió a todos con un velo inmovilizador.
La gente, no acostumbrada al balanceo, vomitaba ahí mismo, en el camarote, sin atenerse a las reglas de urbanidad, y, ahora ya en voz alta, maldecía a Lázaro. En efecto, él convenció a todos que, habiendo calma en el mar y siendo el tiempo despejado, las lanchas fronterizas estarían yendo y viniendo por todos lados, lo que significaba que no se podía evitar la desgracia. Mientras que, en un día nublado, acompañado de una tormenta leve, no podrían ser abordados. En condiciones de mala visibilidad podrían pasar inadvertidos… Sería mejor que los advirtieran.
Uno de los remiendos en el fondo, junto a la quilla, estaba despegándose, y por ahí dejaba pasar el agua…
El ingenioso plan del intrigante se volvió contra él mismo. Transcurridas seis horas, después de iniciarse la travesía a ciegas, el motor exprimió de sí todos los jugos y se puso a escupir con gasóleo de mala calidad. En definitiva, bramando dentro de sus límites de potencia, empezó a rugir como una fiera herida de muerte, y en un instante se paró, o se deterioró o simplemente murió, y al final despidió hollín.
Lázaro no habría podido comprender la causa de la rotura, y no lo intentaba siquiera. La barcaza venía inclinándose estrepitosamente al borde izquierdo, y al mismo tiempo se hundía en el mar por el lado de la toldilla. Parecía ser, que el agujero se formó atrás en el lugar de aquel remiendo de acero. La presión del agua lo hizo saltar, como si fuera un corcho de champaña.
Ahora nadie pensaba acerca de los hábitos náuticos del piloto-impostor. El pánico no deja lugar a las reflexiones cuando todos concibieron que el buque estuviera hundiéndose, el miedo ya había expulsado los últimos focos del raciocinio. Los ancianos fueron las primeras víctimas. No pudieron salir siquiera a la cubierta superior. El camarote quedó inundado en unos segundos. Entre ellos quedaron sepultados los padres de Lázaro, doña María Elena y don Ramón, y cinco desgraciados más.
Una enorme ola cubrió la cubierta sin que dejara la mínima posibilidad de encontrar allí un refugio. Ahora la gente estaba cara a cara contra el mar. La barcaza, mejor dicho, los restos que quedaron de esta, se despedía expidiendo los últimos gorgoteos y pompas efervescentes…
Hallándose fuera del yate, Elizabeth vio a unos pobretes que se ahogaban, los cuales uno tras otro iban hundiéndose. No gritaba como los mayores, no pedía