90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián
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Pero hasta ese momento había aún tiempo de sobra. Casi cinco años. Mientras tanto, Lansky y los socios tuvieron que luchar contra Genovese. Menospreciaron su audacia. En 1948, Vito logró entablar amistad con el nuevo presidente de Cuba, Prío Socarrás. Sin embargo, las ambiciones de Vito de ninguna manera dominaban sobre su previsión. La victoria provisional sobre Lansky y otras familias neoyorquinas estaba dispuesta a cambiarla por un armisticio a largo plazo, con la condición de que se le concedieran iguales oportunidades para blanquear los beneficios en la isla de los prostíbulos y casinos. El acuerdo para organizar la revuelta, encabezada por el “sargento de bolsillo” de Lansky, Fulgencio Batista, Genovese lo aprobó solamente en 1952 tras el exitoso atentado contra Albert Anastasia y las palabras de Joe Bonano, que aseguró que ni Lansky ni nadie más se pondría a obstaculizar el business hotelero y el negocio de apuestas de Vito en La Habana, así como también atentar contra la vida de su “amigo” cubano Prío Socarrás. Además, sabiendo las prioridades de la organización de Genovese, se declaró que la familia de Bonano no admitiría la venta de drogas: “Uno puede relajarse sin esta mierda cuando hay tantas “terneras” y ron.”
El “legítimo” presidente derrocado, aunque adquirió una imagen estable de ladrón, podía servir en el caso de que el dictador empezara a rebasar todos los límites. De tal modo, Vito convenció a los jefes de las otras familias que ellos necesitaban a Prío vivo. En eso quedaron de acuerdo. En la época de Batista, Vito edificó un hotel con un casino en La Habana. Transcurrían los años, y el dictador no lo irritaba, podemos decir, que luego, pasados los años, podía ser ofrecido Socarrás al feroz Fulgencio y a los colegas de la mafia. Echa un hueso al perro y se olvidará de la pechuga de pato.
Dejó de existir la necesidad de Vito de contactar con Socarrás, aún porque los competidores no se resistían a sus contactos directos con Fulgencio, sin la mediación de ellos. Este galgo resultó ser un buen chico. Espacio bajo el sol había para todos. Cuba era una “mina de oro”, cada año iba convirtiéndose en un auténtico “El Dorado”. La dictadura de Batista servía a todos los que tenía dinero.
No era casual que apostaran por él. A diferencia del ladrón-liberal Socarrás, el “mestizo rabioso” podía asegurar la entereza de las inversiones norteamericanas, aplastar cualquier heterodoxia y romper la oposición en el huevo. Para estos fines disponía de un ejército de cuarenta mil personas, armado con el dinero de la mafia.
Quien, en aquella época, en 1947, en el carnaval, cuyo motivo oficial era crear el Comité de Amistad Americano–cubana, pudo pensar que la vida del siguiente, a continuación, destronado presidente de Cuba, el aristócrata Prío Socarrás, sería salvada, en cierto grado, gracias a la revolución. En la multitud de miles de pazguatos estaba parado un altaricón forzudo con facciones correctas de la cara y con una mirada ojimorena ardiente, al cual le estaría predestinado encabezar la revolución. Mirando el aquelarre, organizado por los gánsteres y oligarcas, el muchacho dijo entre dientes con odio:
– Los yanquis ahora se limpiarán las botas con nuestra bandera. Para ellos nuestra bandera es solamente una toalla en una guarida, en la que están convirtiendo nuestra isla… Pasados algunos años, bajo la dirección de este joven, los cubanos expulsarán a todos los que hoy han estado dirigiendo este carnaval ejemplar. Batista apenas se quitó de en medio, salvando su vida. Rockefeller perderá sus refinerías de petróleo, plantaciones de café y tabaco. Los latifundistas quedarán sin los inmensos campos de caña de azúcar. Meyer Lansky, yéndose precipitadamente, olvidará en la isla el maletín con quince millones de dólares en efectivo y se despedirá de la esperanza de recuperar sus inversiones. En Cuba, el que menos sufrió de toda dicha epopeya fue Vito Genovese, pero solamente debido a que, para el momento de la marcha triunfal de los rebeldes barbudos, en julio de 1958, él ya habrá sido acusado en la venta de drogas y encarcelado en los EE.UU. Hasta la victoria de la revolución quedaban doce años…
Mientras que a bordo del buque de seis cubiertas los yanquis examinaban con arrogancia la infinita hilera de faroleros, bailarines con molinetes de diferentes colores y banderines acoplados de Cuba y Estados Unidos. Así mostraban la hospitalidad del pueblo hacia los huéspedes forasteros. Es verdad que los visitantes inicialmente pretendían desempeñar el papel de anfitriones. Estaban dispuestos a dictar a los aborígenes las nuevas reglas de la vida, cuya universalidad se demostraba no mediante referendos, sin acudir a una civilización altamente desarrollada, sino valiéndose del dinero. ¡Perlas en enorme cantidad! Eso apestaba a cadáveres, pero ninguno de ellos lo notaba. En efecto también eran difuntos. Solo eran vivos nominalmente. Y no a largo plazo…
Los negros semidesnudos cuerpo arriba rompieron a golpear las congas africanas y las percusiones. Centenares de bailarinas casi desnudas, en exóticos trajes de plumas, se pusieron a agitar las nalgas al son de los tambores…
Los mafiosos, uno tras otro bajaban, por la escalerilla a la alfombra de pasillo. Tronaron los cañones. El jefe de la sección de la guardia honoraria, no se sabe por qué, asustado, hizo el saludo militar. Batista dio un taconazo. Aún siendo todavía presidente, San Martín llevó la mano a la visera por inercia e hizo entrega a los norteamericanos en una almohadilla la llave simbólica de La Habana, lo que sirvió de señal para hacer soltar fuegos artificiales y cometas. Las puertas de la ciudad, que durante toda su historia se consideraba ser una fortaleza invulnerable, en esta ocasión las abría voluntariamente a unos intrusos. La multitud alborozada sonreía a mandíbula batiente. Los que pierden el orgullo se convierten en lacayos de los que prefieren la altanería, al orgullo.
La única persona que no se regocijaba era un muchacho alto con pelo negro ondulado, cuya cabeza se elevaba como un pico inalcanzable sobre las coronillas de un bosque humano mixto. Acababa de cumplir 20 años, no se cohibía expresándose, y no intentaba siquiera contener su cólera.
– ¿Acaso ustedes son ciegos? ¡No ocultan su desdén hacia ese miserable payaso! – en voz alta declaró este, lo que asustó horriblemente a la gente parada al lado. Se echaron a un lado de él, como si fuera un leproso y se desvanecieron por los lados.
Transcurridos unos instantes, junto al mozalbete ya no había nadie. Los circundantes miraban con la boca abierta al hombre robusto, locuaz, estando a una considerable distancia, sin desear meterse en una discusión con el joven imprudente, ni aún más llamar a la policía que había inundado ese día El Malecón. Sin embargo, la curiosidad ya no es síntoma de indiferencia.
De repente, “el gigante” sintió el roce de una mano delicada de una chica. Le tiraba de la mano una hermosa rubia, parecida a un ángel bueno, pero muy frágil. Lo arrastraba tras sí, apartándole de los espectadores tuturutos.
– ¿Para qué te expones a tal riesgo? – preguntó ella tras haber alejado al orador de la multitud que le rodeaba a una distancia conveniente.
– ¡Te es grato ver cómo a los cubanos los están convirtiendo en gente de segunda, solamente por ser más pobres! – pronunció apasionadamente estas palabras el guapo joven cubano.
– No pareces ser pobre. Hablé con muchachos más pobres que tú – miró la chica evaluando su ropa y el calzado.
– Soy hijo de un latifundista,