90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián
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– Sí, soy hijo de Don Ángel Castro y Lina Ruz González. Me llamo Fidel Alejandro, ¿y cómo te llamas tú?
– Soy Mirta Díaz-Balart – se presentó la muchacha – Pero si eres hijo de un latifundista, entonces, probablemente tu familia recibió la invitación a la fiesta benéfica, que organiza el presidente San Martín en el hotel “Nacional” en honor de los gringos, amigos de Cuba.
– ¿Los amigos de Cuba? – Fidel frunció las espesas cejas y refunfuñó como una cobra – Cuba tiene solo dos amigos, el honor y la dignidad. Créeme, el demagogo que lame las botas del gringo, aunque él sea tres veces profesor, no podrá por mucho tiempo engañar al pueblo. Nuestro presidente es un muñeco de cartón piedra, el cual, de un momento a otro, ha de ser quitado de la muñeca y lo cambiarán por otro nuevo. Los marionetistas verdaderos le enseñarán al nuevo muñeco a asimilar varias cosas, ladrar lo más alto posible a su propio pueblo, saludar sonriendo a los dueños y sin piedad aniquilar a aquellos que atentan contra la propiedad de los norteamericanos.
– ¿Siempre estás tan furioso? ¿O solamente al ver a los gringos bien mimados, mejor vestidos que tú? – Mirta interrumpió las palabras del joven.
– ¿Y tú siempre eres una tonta o te convertiste en ella en el momento cuando tomaste otro color, el de pelirrubia? – se lo dijo groseramente Fidel e inmediatamente se largó lo más lejos posible de la procesión de carnaval, y yéndose decía irritado, – ¿Hay alguna diferencia si miramos lo que lleva puesto una persona? Se puede toda la vida llevar la misma ropa, lo principal es que esté limpia y planchada como una guerrera militar… La señorita ofendida quedó inmóvil unos instantes, como si estuviera inmersa en una orgullosa soledad, luego lanzó al vacío:
– ¡Grosero, soy rubia natural! ¡Vete al Diablo! Tengo que prepararme para la fiesta.
Habiendo tragado la injuria, Mirta se fue a casa. Allí la esperaba una manicura y la modista con nueva ropa hecha. La costura del muy caro ropaje se lo pagó generosamente su tío rico, futuro ministro del gobierno de Batista.
* * *
Aproximadamente para las ocho de la noche hacia el “Nacional” empezaron a arribar las limusinas. De la mano fácil del presidente titular toda la élite de cubanos, los grandes terratenientes, los políticos, los militares, la bohemia vino a presentar sus respetos a los inversionistas norteamericanos. A todos les ofrecían torta y café. Los camareros con lazos llevaban en las bandejas copas con champaña francés.
Las chicas con sombreros hongos y fraques puestos al cuerpo desnudo ofrecían whisky escocés. El tradicional ron cubano lo servían en el lobby-bar. Se suponía que los gringos que aún no tuvieron tiempo para probarlo, se juntarían en la barra. Mientras los locales preferirán beber bebidas extranjeras.
La banda de jazz ejecutaba a las mil maravillas “Sun Valley Serenade”. Frank Sinatra para el público de acá no era una gran estrella, pero como animador actuaba bastante bien.
Y si no fuera así, quién entonces aquí podría tomar en consideración a los reyecillos patrios. Gradualmente, a eso de las doce de la noche, el papel de los cubanos se estrechó en infinitas aseveraciones y juramentos de fidelidad a las autoridades, así como mostrar la hospitalidad a los yanquis. Ciertas esposas de los nuevos ricos, aquellas que se veían arreglar sus vestidos, expresaron así su amabilidad en una muy original forma, directamente en los apartamentos del hotel. Los “gringos” estaban contentos.
Sinatra, no se sabe por qué, no invitó al micrófono al presidente, sino al coronel Batista. El efecto de tal sorpresa hizo desembriagar a la élite local, había quedado claro a quién los forasteros daban preferencia. La alusión explícita era igual a una humillación pública a San Martín.
– ¡Señoras y señores! – empezó de manera muy animada el futuro dictador con una copa en la mano. Batista no se sentía molesto en cuanto al presidente, que se había turbado. Tales minucias no le incomodaban nada. El brindis valía mucho. ¡Eso sí!… Todo ha de ser correcto. Es importante, – Me conocen a mí como un partidario acérrimo de la democracia y adepto devoto de la ley. Estoy orgulloso de que mis convicciones las forjé en el mismo lugar donde recibí mi educación. Era una academia militar que se extendía apenas a noventa millas de nuestro país, en un enorme estado amistoso, baluarte del mundo libre y un escudo seguro contra la peste comunista, nuestro gran vecino del norte, ¡Estados Unidos de América! ¡A la salud de nuestros amigos!
Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…
Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don Ángel vivía en la lejana provincia de Oriente, en segundo lugar, era un terrateniente de recursos medios, poco destacado para el público capitalino, además, poseía una mísera instrucción, aunque de manera muy activa abordaba la política. Tercero, siendo villano de origen, inmigrante de la paupérrima provincia española de Galicia, Ángel llegó a alcanzar todo en la vida valiéndose de su listeza humana y las cansadas manos callosas. El ex campesino gallego se sentía incómodo, hallándose entre los altaneros herederos de enormes latifundios, a pesar de tener sus abundantes cosechas de caña de azúcar, las que se hicieron leyendas en las inmediaciones de Santiago.
Los chismosos solían decir que don Ángel estaba ganando hasta trescientos pesos al día. Esta información originaba una insana obsecuencia con relación a su hijo Fidel en las almas de los condiscípulos del niño en el Colegio de la Orden de los Jesuitas.
Hubo un período que, a este emprendedor hombre de negocios, que poseía la más lujosa y magnífica vivienda, lo frecuentaban los politicones de Santiago. Estas conversaciones y promesas fácilmente convencían al confiado don Ángel que este ofrendara considerables sumas a las campañas electorales. Como resultado el dinero, que logró alcanzar con sudor y noches sin sueño, desaparecía en la nada.
No hay mal que por bien no venga. Tras estos contactos absurdos don Ángel se puso, por fin, a prestar oído al raciocinio y a la exhortación de su cónyuge semianalfabeta, oriunda de la provincia de Pinar del Río, Lina Ruz González. La querida esposa consiguió alcanzar el fin deseado, deshabituó a los huéspedes chinchorros y pedigüeños y le quitó las ganas a su esposo de meterse en proyectos dudosos.
El miedo ante los engreídos alfabetizados don Ángel lo llevaba por dentro. Por eso doña Lina no tenía que persuadirle para que asignara dinero a la educación de los chicos. La ambición por el saber se hizo culto en la familia de Castro. Los niños agradecidos pagaban a los padres cuidadosos con su aplicación en los estudios.
El graduado del colegio católico “Belén”, el hijo de don Ángel Castro y doña Lina Ruz, Fidel, junto con el diploma de graduación de la institución docente jesuita recibió del rector monseñor Savatini un diploma de despedida, en el cual se decía: “Fidel Castro Ruz pudo ganarse en el colegio una plena admiración y el amor. Quiere dedicarse a las ciencias jurídicas, y no dudamos que en el libro de su vida inscribirá numerosas páginas maravillosas…”13
En 1945 Fidel se hizo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Teniendo en cuenta el único defecto de su padre, al cual podían embrollar los granujas de vasta cultura, y, habiendo heredado de su madre la insaciable pasión por los conocimientos, Fidel muy temprano se aficionó a la lectura. Hasta emprendiendo viajes lejanos, por ejemplo, hallándose en la tempestuosa Colombia, insubordinada al régimen pro americano, en la mochila de uno de los líderes estudiantiles de La Habana, cuyo apellido era Castro, apenas cabían cuidadosamente encordeladas pequeñas pilas de libros de literatura
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La cita del libro de Moreno Rodríguez “Fidel Castro. La biografía”. Fue editado en 1959 en La Habana.