Damas de Manhattan. Pilar Tejera Osuna
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Vestida con su largo traje de terciopelo negro, un fino collar de perlas en el cuello y un broche de oro prendido cerca del discreto escote, Lina Webster Schermerhorn Astor, presidió las cenas celebradas en las más opulentas mansiones neoyorquinas a finales de siglo xix. Toda ella rezumaba poder. Repartía amables y escuetas palabras, solo propias de quien se sabe una diosa. Su aire de suficiencia acompañaba cada uno de sus gestos, sus dedos enguantados se dejaban caer en las manos de quienes se inclinaban ante ella, soñando con sus favores en un ambiente decadente propio de una película de Visconti. En aquellas veladas solo tenían permitido el acceso quienes estaban en la «Lista de Cuatrocientos», las personas más relevantes del país según lo estipulado por el árbitro social Ward McAllister, su amigo y confidente.
El 23 de septiembre de 1853 se habían unido dos respetables familias cuando Lina Shermerhorn contrajo matrimonio con el empresario, criador de caballos de carreras y navegante, William Backhouse Astor jr., heredero de una saga de emprendedores que había amasado en el pasado una fortuna con el comercio de pieles, invirtiendo más tarde su dinero en bienes raíces en la ciudad de Nueva York. Pero a pesar de la riqueza de la familia Astor, Lina tenía un pedigrí superior y aquello se evidenciaba en su distinción. Esta dama nacida en 1830 formaba parte de la aristocracia holandesa descendiente de los primeros colonos y ahora paladín de la alta sociedad. La suya era una de las familias que, con el crecimiento de la población y la creciente urbanización del bajo Manhattan en la década de 1830, había decidido trasladarse al norte de Bond Street, cerca de la ultramoderna Lafayette Place, que había sido desarrollada, por cierto, por el abuelo paterno de su esposo.
Lina Schermerhorn había sido educada no solo para hablar francés con fluidez o para saber moverse con la elegancia de una emperatriz. Le habían inculcado desde niña que su posición le abriría puertas, pero también generaría celos y envidias, sobre todo, entre sus más allegados, y aquello habría de convertirse en una profecía.
Lina Schermerhorn se ocupó de criar a sus cinco hijos y administrar su hogar. Pero, gracias a la herencia familiar, dependía mucho menos de su esposo que la mayoría de las casadas de la época. Aquello le permitió disfrutar de cierta libertad para vivir a su antojo.
En 1862 el matrimonio mandó construir en la 5.ª Avenida una magnífica vivienda de cuatro plantas, en el estilo de piedra rojiza tan de moda en el momento, colindante con la casa del hermano mayor del esposo de Lina, John Jacob Astor III. Las dos familias serían vecinas durante 28 años, aunque los hermanos Astor, y en especial sus esposas, nunca se llevaron bien. Lina y su marido también poseían una casa de verano en el soberbio enclave de Newport, Rhode Island. El salón de baila de aquella mansión llamada Beechwood, era lo suficientemente grande como para acoger a «Los Cuatrocientos», las personas más distinguidas de la época.
Aquel mundo de exclusividad se vio en peligro en las décadas posteriores a la Guerra Civil, con la llegada de arribistas adinerados del Medio Oeste que, atraídos por el crecimiento de Nueva York, desafiaron el dominio de las altas esferas tradicionales. Lina se propuso demostrar que la categoría era su marca registrada y no tardó en erigirse en principal autoridad de la aristocracia neoyorquina. Dictaminaba la conducta y la etiqueta adecuadas y quién era aceptable en una ciudad cada vez más heterogénea. En ese mundo hermético y conservador, pocas cosas eran tan innegociables como la exclusividad. Se trataba de un club reservado a las millonarias familias de la Edad Dorada o Gilded Age, y solo unos cientos merecían formar parte de la Fashionable Society.
Lina celebraba fabulosas fiestas a las que nadie podía acceder sin la preceptiva tarjeta de presentación. Damas aristocráticas de fuerte carácter mantenían a raya la lista de invitados y representaban a las viejas fortunas, y rechazaban de plano a los miembros de las nuevas fortunas. Los Vanderbilt, millonarios por haber invertido en el ferrocarril, personificaban ese tipo de riqueza aborrecible para Astor y su grupo.
La noche del 5 de mayo de 1892, con un concierto dirigido por Chaikovski, se inauguró uno de los espacios más glamurosos de la Gran Manzana. Andrew Carnegie, un exitoso hombre de negocios que debía su fortuna al acero, había financiado este templo consagrado a la música, situado en la 7.ª Avenida, entre las calles 56 y 57, a un tiro de piedra de Central Park. La crème de la crème de la sociedad neoyorquina se había congregado allí. Los vestidos largos de seda, las tiaras de diamantes, los brazaletes de oro y los esmóquines llenaban el hall principal. Banqueros, empresarios, herederos de patrimonios inimaginables se daban cita. Entre otros, se encontraban Rockefeller, apodado el rey del petróleo, y el propio Carnegie, enemigos acérrimos. Lina Shermerhorn y su esposo, así como otras familias de «Los Cuatrocientos», se vieron obligados a compartir escenario con estos millonarios de última generación. Sin duda, aquella era una batalla perdida.
Pero he aquí que un año después Lina Astor se vería obligada a permitir la entrada de los Vanderbilt a los peldaños más altos de la sociedad de Nueva York. Situada en la intersección de la prístina 5.ª Avenida y la calle 52, la nueva residencia de los Vanderbilt —estilo renacentista francés— competía en magnificencia con las construcciones vecinas. Alva Vanderbilt, quien más tarde se convertiría en destacada sufragista, dirigió personalmente el trabajo del arquitecto Richard Morris Hunt (quien también diseñó la fachada del Museo Metropolitano de Arte). En el último minuto, Alva notificó a Caroline Astor (hija menor de Lina) que no podía asistir a la fiesta de disfraces organizada para celebrar la inauguración. El motivo era tan simple como expeditivo: los Astor nunca habían invitado a los Vanderbilt. Aquella rencilla entre clanes se solventó cuando estos fueron admitidos al baile anual de los Astor, lo que equivalió a su aceptación social.
Pero regresemos a los orígenes del hotel Waldorf Astoria. Las diferencias entre las familias de los dos hermanos Astor, condenadas a vivir una frente a otra, se exacerbaron con el tiempo. El origen no fue otro que el uso del apellido familiar cuando Lina Shermerhorn, que hasta 1887 había sido conocida formalmente como «señora de William Astor», decidió, tras la muerte de su suegra acortar su tratamiento oficial a simplemente «señora Astor». Esto que hoy puede sonar ridículo fue la chispa que provocó un incendio familiar. El cuñado de Lina, hermano mayor y patriarca de la familia, dejó bien claro que dicho tratamiento le correspondía a su esposa pero Lina no quiso darle el gusto a una cuñada dieciocho años más joven que ella y carente de su poder social. Las cosas llegaron a tal punto que el cuñado de Lina y la esposa de este decidieron marcharse con sus hijos a Inglaterra, donde se establecieron definitivamente.
Años después, el sobrino de Lina Astor, William Waldorf Astor, dejó Londres para instalarse en Nueva York. En represalia hacia su tía hizo derribar la mansión familiar para levantar, en 1893, un hotel al que puso su nombre. Aquello representó una afrenta familiar. El hotel no solo eclipsaba la mansión de la señora Astor, sino también su estatus. También supuso un insulto al vecindario de una zona eminentemente residencial. Hasta que la opulencia del Waldorf revolucionara la forma de socializar, la gente educada no se reunía en lugares públicos, especialmente en hoteles.
El intruso de trece pisos de altura y con forma de castillo renacentista alemán ensombreció a las residencias vecinas. Lina Astor declararía sobre él: «Hay una taberna gloriosa al lado». El arquitecto Henry Hardenberg (más conocido por los apartamentos Dakota y el hotel Plaza) fue el encargado del diseño. Dotó al establecimiento de modernidades como luz eléctrica y baños privados en la mayoría de las habitaciones. El hotel también fue pionero en otros servicios como el de ofrecer delicias culinarias hoy conocidas por cualquier neoyorquino: