Los afectos religiosos. Jonathan Edwards

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Los afectos religiosos - Jonathan  Edwards

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style="font-size:15px;">      Por el otro lado, el hecho de que nuestras emociones sean fuertes e intensas tampoco comprueba que su naturaleza sea verdaderamente espiritual. Las Escrituras nos muestran que las personas se pueden emocionar mucho en cuanto a la religión sin llegar a ser verdaderamente salvas. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la misericordia de Dios en el éxodo conmovió grandemente a los israelitas, y cantaron sus alabanzas--Éxodo 15:1-21. Sin embargo, pronto olvidaron sus obras. La entrega de la Ley en el Sinaí los animó de nuevo; parecían estar llenos de santo entusiasmo, afirmando, “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo19:8). Al poco tiempo ¡los vemos adorando al becerro de oro!.

      En el Nuevo Testamento, las multitudes de Jerusalén profesaban admirar grandemente a Cristo, y lo alababan. “¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!” (Mateo21:9). Pero cuán pocos de estos eran verdaderos discípulos de Cristo. Muy pronto las mismas multitudes estarían gritando, “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Marcos 15:13-14).

      Todos los teólogos ortodoxos están de acuerdo en que pueden existir sentimientos muy vivos en cuanto al cristianismo sin que haya una genuina experiencia salvadora.

      Todas nuestras emociones afectan nuestros cuerpos. Esto se debe a la unión íntima entre cuerpo y alma, carne y espíritu. No es nada sorprendente entonces, que las emociones fuertes tengan, por consiguiente, un fuerte efecto en el cuerpo. Sin embargo, estas emociones pueden ser o naturales o espirituales en su origen. La presencia de efectos corporales no puede comprobar ni que la experiencia sea sencillamente natural ni verdaderamente espiritual.

      Las emociones espirituales, cuando poderosas y fuertes, indudablemente son capaces de producir grandes efectos corporales. El salmista dice, “Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Salmo 84:2). Aquí vemos una clara distinción entre corazón y carne, y la experiencia espiritual afectó a ambos. Otra vez dice, “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela” (Salmo 63:1). De nuevo se ve la clara distinción entre alma y carne.

      El profeta Habacuc habla de como experimentó corporalmente la majestad de Dios: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí” (Habacuc 3:16). Igual experiencia tuvo el salmista, “Mi carne se ha estremecido por temor de ti,” (Salmo 119:120).

      Las Escrituras nos relatan revelaciones de la gloria de Dios que tuvieron fuertes efectos corporales en aquellos que las recibieron. Por ejemplo, Daniel: “No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno” (Daniel 10:8). La reacción del apóstol Juan a una visión de Cristo fue esta: “Cuando le vi, caí como muerto a sus pies”(Apocalipsis 1:17). De nada sirve objetar que estas fueron revelaciones externas y visibles de la gloria de Dios, más bien que espirituales. La gloria externa era una señal de la gloria espiritual de Dios. Daniel y Juan lo habrían entendido así. La gloria externa no los sobrecogió solo por su esplendor físico, sino precisamente porque era una señal de la infinita gloria espiritual divina. Sería presumir, decir que en nuestros días Dios nunca da a creyentes vistazos espirituales de su belleza y majestad los cuales producen efectos corporales similares.

      Por el otro lado, los efectos corporales no comprueban que las emociones que los han producido sean espirituales. Emociones fuertes que no tienen orígenes espirituales también pueden afectar poderosamente al cuerpo. Por lo tanto, no podemos valernos de simples reacciones corporales como pruebas de que nuestra experiencia haya sido de Dios. Tenemos que tener alguna otra manera de evaluar la naturaleza de nuestras emociones.

      [Nota: Edwards se esfuerza en casi todo este capítulo para demostrar que las emociones espirituales sí pueden producir fuertes reacciones físicas, sin decir que siempre, ni aun normalmente, lo hagan. Debemos recordar que el contexto en el cual escribía era el de uno de los avivamientos más grandes que se haya conocido en la historia de la iglesia, momento cuando la gente estaba muy propensa a desmayarse, llorar, y temblar bajo la poderosa predicación de la palabra de Dios.

      A Jonathan Edwards le preocupaba defender la integridad del avivamiento frente a la acusación de que tales fenómenos físicos eran prueba de que todo no era más que una mera histeria. Tal vez en nuestros días, que hasta ahora no han sido de avivamiento, Edwards hubiese alterado en algo su énfasis para resaltar que la mucha actividad física en la adoración no es garantía alguna de que ésta sea genuina ni de que el Espíritu Santo esté presente. --N.R.N.]

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