Ser Filiberta (I Want to be Philberta). Mar Pavón
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A mi amigo Xamón, testigo de esta historia.- Alex Pelayo -
A Alba Sellarés, bibliotecaria querida y añorada
que prestaba libros y regalaba sonrisas.
- Mar Pavón -
Ser Filiberta
© 2013 del texto: Mar Pavón
© 2013 de las ilustraciones: Alex Pelayo
© 2013 Cuento de Luz SL
Calle Claveles 10 | Urb Monteclaro | Pozuelo de Alarcón | 28223 | Madrid | España
www.cuentodeluz.com
ISBN: 978-84-15619-70-3
Reservados todos los derechos
UN DÍA DE ESOS en los que se usa la cabeza por encima de todo (nunca mejor dicho), al papá de María se le ocurrió decir:
—Quiero que me toque la lotería.
La mamá de María, mirándolo pensativa, le contestó:
—Ya. Y yo quiero mudarme a una casa con todas las comodidades…
Y María, que estaba sentada en la mesa hojeando un cuento, intervino:
—¡Y yo quiero ser Filiberta!
Y su papá y su mamá, olvidándose en el acto, el uno de conducir un Ferrari y la otra de tener mayordomo, se quedaron observando a María como si en realidad estuvieran delante de un pequeño, chiflado y repulsivo extraterrestre.
Más tarde, en la escuela, el director le comentó a la maestra de María:—Te aseguro que quiero jubilarme de una buena vez.
A lo que la maestra se apresuró a responderle:
—¿Ah, sí? Pues que quede claro: ¡yo quiero ser la nueva directora!
María, que pasaba por allí con un cuento bajo el brazo, no pudo contenerse:
—¡Y yo quiero ser Filiberta!
El director y la maestra, olvidándose en un santiamén, el uno de no dar golpe y la otra de dar el golpe de su vida, clavaron sus ojos en María, imaginando a un tiempo que esta era algo así como el bicho más raro habido y por haber sobre la faz de la Tierra.
Mucho más tarde, en el parque, dos viejecitos conversaban sentados en un banco. En estas que uno de ellos, en un arrebato de sinceridad, le confesó al otro:
—¡Quiero volver a ser joven!
La respuesta del otro no se hizo esperar:
—¡Toma! ¡Y yo quiero que mi difunta Celedonia resucite!
María, que casualmente estaba sentada en el suelo, frente al banco, leyéndole un cuento a un precioso gatito, interrumpió su lectura para exclamar entusiasmada:
—¡Y yo quiero ser Filiberta!
Ni que decir tiene que los viejecitos, olvidándose de inmediato, el uno de enamorar a una jovencita y el otro de los deliciosos platos que cocinaba su mujer, creyeron al instante que a aquella niña le faltaba algún tornillo; ¿cómo podían entenderse, si no, sus extrañas palabras? Y, por si fuera poco, ¿en qué cabeza cabía leerle a un minino?
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