Estructura De La Plegaria. Diego Maenza

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Estructura De La Plegaria - Diego Maenza

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      *

      Ave María purísima. Sin pecado concebida. He pecado, padre. Cuéntame tus pecados, hija. He tenido pensamientos de lujuria. Anoche lo vi casi desnudo y desee su cuerpo, lo desee con intensidad y ardor. ¿Es eso muy malo, padre?

      *

      El sacerdote escucha y reprime un suspiro de complicidad. Es la misma historia de cada creyente, desfigurada de forma parcial por un leve matiz. Es el deseo. El pecaminoso, aborrecible deseo. El padre Misael, al término de cada rito de análoga naturaleza, apostillará con la fórmula de rigor y la manifestará como lo está haciendo en este instante, con la más normal de las entonaciones, luego de haber escuchado toda la parafernalia íntima que implica una confesión del espíritu. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Santo Espíritu para la remisión de los pecados, te conceda, por el misterio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo, y del Santo Espíritu. En el confesionario trona un amén cargado de alivio.

      *

      Me coloco detrás de la cabecera y agito el frasco de la colonia de nardos con la que humedezco mis manos. Unjo en la superficie de su rostro y creo percibir un parpadeo que es aplacado de inmediato por la fuerza febril de la calentura. El muchacho arde. Creo que yo también, pero por razones otras. Duerme hijo, que cuido de ti. A punto de caer en el sueño, me levanto y noto que los medicamentos han mitigado la infección. Fricciono una vez más mis manos y rozo sus pies con el bálsamo. Me dirijo un tanto aliviado a mi estancia.

      *

      Alabada el agua bendita de los nardos que han untado en tu cuerpo. Descansa, que mañana te levantarás y andarás.

      *

      Deliro, puesto que he mirado de cerca el rostro de la bestia, y esto solo puede pasar en mis sueños. Es la fiebre. Su baba inunda mi cuerpo. Escucho su exhalación y no tengo fuerzas para gritar, tan solo bravura para escupir su rostro, ni siquiera con saliva, sino con una mirada de asco y horror. Lloro, como es normal en los momentos de espanto, e imploro al cielo, como es natural en un creyente. Expulsa la bestia al infierno, Señor. Protégeme. Cuídame, Señor. Sé mi amparo. Tú, Señor, eres mi pastor. Contigo nada me faltará. Nada ni nadie podrá lastimarme.

      *

      El joven al fin duerme, esta vez sin pesadillas, tras el arrebato de la fiebre. El padre, en su habitación, se dispone a cambiar su atuendo por un traje que le brinde la comodidad para el descanso. Se desnuda y contempla su cuerpo frente al espejo. Los vellos convergen en el pubis como un remolino proveniente de los muslos y del ombligo y circunvalan la pelvis llegando al epicentro de su pudenda parte, que poco a poco se yergue en una erección potente. Líbrame del pecado, Señor, implora, sin éxito. Su deseo es mayor que su capacidad de abstinencia. Pero de pronto se siente invadido por un impulso, por una borrasca no natural que hace ensanchar su pecho en señal de satisfacción y que deprime el flujo de sangre que su naturaleza ha impulsado hacia su pene. Agradece a Dios, se coloca el indumento de dormir y se deja caer de rodillas frente a la cama. Gracias, Padre, avanza a expresar, con lágrimas de conformidad surcando sus pómulos. Hoy sus ojos reposarán con serenidad. Sus oídos están tensados hacia el silencio profundo de la noche apacible. Dios, al parecer, lo ha escuchado. Al menos es lo que el padre Misael se empeña en creer.

      MARTES Y MIÉRCOLES

      Fragancia y hedor

      Adveniat regnum tuum.

      Circula en el ambiente, evaporándose a ratos, huyendo, divirtiéndose, y luego asomándose con timidez, volviendo a atosigar de placer mi olfato con la impertinencia de su aparición. Recepto la fragancia y siento cómo los músculos de mi rostro se estiran en una sonrisa de deleite. Satisfago mi necesidad de oler infiltrando por mis narinas el cargado aire balsámico, aquieto la premura odorante inhalando más hondo y me pierdo en el sudor de las flores. Al abrir mis ojos, la aparición del rostro del muchacho junto a mí me devuelve a la realidad de mis olfacciones rutinarias pues al saludarlo acojo el aire que ha trocado del aroma de sus mejillas al horrendo tufo hepático de mi aliento mañanero.

      *

      Decidí que el chico continuara con su reposo, por lo tanto oficié la misa sin su ayuda. En esta ocasión me resultó más tolerable su ausencia. Motivé el movimiento pendular del incensario cuyo humo ha marcado mi piel con una esencia de resina. Ahora lo veo recostado contra el sillón, sacudiéndose la nariz en un pañuelo caqui mientras se introduce una variada dosis de los dibujos móviles que transitan por la pantalla. Salgo hacia la calle, con destino al mercado.

      *

      Malecón está desierto. El frescor del río me brinda un olor de agua dulce que se mixtura con el sencillo aroma de las palmeras que adornan los contornos. El tránsito es leve. El callejón de siempre me acoge con el hedor a cerveza regada, a orina implantada en despreocupados rincones, con postes manchados de pestilencia. Acelero el paso mientras observo el nombre del nuevo local graficado en letras mayúsculas y cursivas. Un sitio de perdición, Señor, y en mi callejón predilecto.

      *

      El mercado es un torbellino de olores. Las legumbres y las hierbas, los granos y mariscos, los alimentos procesados y las frutas, derraman una extensa gama de sensaciones que invaden el olfato. Gobierno mi cuerpo hacia la estancia de las especias. Me impregno de la emanación acre de la canela, del comino, de los clavos de olor, de la pimienta dulce. Pago por las especias con algunas monedas que Isaac, el vendedor, hombre solterón y de rostro carnoso, recibe con gesto de simpatía.

      *

      Tajo el róbalo en rebanadas gruesas que sumerjo primero en agua y luego, ya limpia la carne, en limón y sal. Sofrío y coloco los comestibles en un plato de porcelana. El aroma es apetecible y fuerte, tanto que Tomás ha abandonado su distrito de batalla diaria para velarme con su lengua hambrienta al pie de la cocina, hecho que quizá refute mi escepticismo en la capacidad de su nariz. Muelo las bolillas de pimienta, las rajas de canela, los clavos de olor y el comino. Agrego vinagre. Un líquido lacrimal me recorre desde los ojos y arrojo dentro de la sartén las cebollas picadas con su olor de dulce pestilencia. Incorporo al pescado junto con un poco de jerez. Lo tapo y lo dejo cocer a fuego lento.

      *

      He recurrido una vez más a la imploración del perdón divino. Estoy arrepentido de haber pecado de pensamiento y palabra, de obra y omisión. Señor, acoge a este pecador suplicante para que vuelva a tu camino y pueda ser salvo en ti.

      *

      Están allí, bailando con gozo en la putrefacción. Embelesados por la lascivia. La lujuria se satisface en el fango del regodeo carnal y la concupiscencia. Los placeres deshonestos se subliman en peces horrendos, en conchas abismales, en légamos de mierda. Cabras, dromedarios, caballos y aves ansiosas del goce avalan el desenfreno. El espacio hiede a pecado, a lujuria. Corrompen el entorno con una peste emanada del lado más oscuro de nuestro ser. Dejo de observar el cuadro y me cercioro de los pocos minutos que dispongo para el descanso, antes que doblen las campanas.

      *

      Estoy por acudir a misa con un cansancio muscular enorme. Ingiero dos vasos de agua que aplacan el rugir de mi hígado, o al menos eso imagino o deseo. Me coloco la sotana. Me siento más puro.

      *

      El chico me inquiere con una pregunta que de momento me pasma. Me obliga a retroceder hasta que caigo vencido

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