Estructura De La Plegaria. Diego Maenza
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ESTACIÓN SEGUNDA
Perdóname, Padre amado, si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Acoge mi plegaria. No me apartes de ti. Intento soportar en verdad, Padre, esta carga que pesa sobre mis hombros y que me oprime. Bríndame tu ayuda para seguir en pie, no dejes que mis pasos desmayen, no permitas que mi alma desfallezca en el pecado. Sé mi protector. Sé mi guía. Ayúdame, Señor, a mantenerme firme en tu palabra.
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ESTACIÓN TERCERA
Es bueno, en verdad, sentir el respeto que dirigen hacia la autoridad de un representante de Dios en la tierra. Estas señoras han suplido con éxito mi ausencia en los preparativos y aquí presencio una representación completa del vía crucis traducida por los movimientos torpes de los muchachos. Qué esbeltos se muestran. Sobre todo el mío, transmutado en el hombre zaherido y semidesnudo enganchado en el madero. Un impulso me invita a mirar la cómoda extensión de sus piernas pálidas, los pies que se estiran provocadores, el bulto que se origina en sus calzas y que articula en mi mente una imagen poco decorosa que sacudo con una renovada oración. Siento el despertar de una porción de mí. Aclamo a los cielos para que derribe aquella traición de mi cuerpo.
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ESTACIÓN CUARTA
Cómo eludir, Padre amado, las incitaciones del demonio. Cómo. Dame fuerzas. Recurro a tu palabra, a tu sagrada palabra y me reconforto.
Luego de cortas invocaciones, me sorprendo de hallar dentro del sacro libro una estampa de la virgen. Observo las líneas que dibujan su perfil, la mirada emanada hacia el cielo, la magnificencia con la que reposa el pequeño sobre su hombro, inconsciente del destino que le aguarda. El chico me llama. Dejo la Biblia casi al borde del escritorio. La estampa la guardo en el bolsillo de mi camisa y salgo. La comida tiene un exceso de sal que no le reprocho al muchacho. El queso, en cambio, se aplasta en mi paladar y atenúa la sensación salobre. La dulce amargura del vino compensa el choque de estos extremos.
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ESTACIÓN QUINTA
Estoy atento a la actitud del chico en cuyo labio se ha gestado un rasgo de mímica que me permite intuir su propósito de hablar.
Padre, he pensado acerca de lo que hablamos ayer y no quiero estar en el infierno. Quiero cumplir con las medidas impuestas por Dios.
Lo miro con sorpresa. Sus palabras son un apoyo para soportar esta carga que me atormenta, para tapiar de una vez el pesado postigo del deseo que se me muestra como un subterfugio fácil, fatuo, tentador y dañino y acabar, por fin, con mis intenciones.
Las cumplirás, retumban mis palabras en el comedor, mientras comienza a invadirme una cefalea. El timbre, exasperante, prorrumpe en sus llamadas.
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ESTACIÓN SEXTA
El chico ha dirigido sus pasos hacia la puerta. Por mi parte, me he recostado en el sofá con la molesta sensación de miles de agujas horadando mi cráneo. Observo la anatomía de la señora Salomé que se acerca a atender mi malestar circundada por el saludo fastidioso de Tomás. Por sus gesticulaciones, intuyo que estoy sudoroso puesto que me ventea con un pañuelo. Le explica algo al muchacho que se encamina hacia la cocina. Siento mi cabeza estallar. Luego saboreo el rodar fresco del agua edulcorada. Ha sido un desequilibro en mi presión arterial. Ambos insisten en llamar al doctor, pero me niego de forma rotunda. La señora Salomé se acerca a mí una vez más y con su pañuelo seca de mi rostro el sudor que he destilado en el trance.
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ESTACIÓN SÉPTIMA
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