La Moneda De Washington. Maria Acosta
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–¿No te apetecería volver a Venecia? –interrumpió Sofía.
–¡Hombre, sí! Pero ahora no tengo demasiado tiempo.
–Tienes todo el que quieras, podemos ir cuando nos apetezca –dijo Sofía –Si quieres ahora mismo.
–¿Cómo?
–Sofía dibujó una sombra aquí mismo. ¿Quires verla? –intervino Jorge. –Yo vengo de vez en cuando a través de ella.
–¡Déjate de sombras, ya tuve bastante hace años! A propósito, hay algo que tengo que contaros y que me tiene preocupado desde que te llamé esta mañana.
–¿Qué es?
–Vi a Klauss-Hassan en Coruña.
–¿Estás seguro? –preguntó Sofía mientras se movía inquieta en el sofá y echaba una mirada a Jorge que se había puesto blanco como el papel en cuanto escuchó el nombre del espía turco.
Luís, a continuación, empezó a contar cómo había llegado a Coruña en avión y cómo había visto dos caras conocidas pasar en un Land Rover mientras estaba esperando un taxi que lo llevase a la ciudad y cómo, cuando iba a coger un autobús para ir a Betanzos, de repente se había dado cuenta de que la persona que había visto en el aeropuerto era el espía turco que tanto trabajo les había dado en el pasado.
–El otro sería Francesco dalla Vitta –dijo Jorge.
–No lo sé, podría ser. Estoy convencido de que quién conducía el coche era Klauss-Hassan.
–Seguro que está organizando algo de nuevo –intervino Carla –¿Qué vamos a hacer?
–Nada –respondió Sofía. –No nos incumbe. No estamos en peligro. No sabemos si hizo algo ilegal. No podemos hacer nada. ¡Venga! Olvidémosnos de ese par de mangantes y vamos a dar una vuelta por el monte antres de comer. Jorge, tú tienes ropa para dejarle a Luís, ¿verdad?
-Sí, tengo. Ven conmigo.
Los dos amigos se levantaron del sofá y salieron de la habitación para ir a la habitación de Jorge que estaba justo a la izquierda, según se salía por la puerta. Sofía tenía mucho gusto decorando y había arreglado una estancia cómoda en esa parte del desván. El cuarto, de la misma manera que el de Carla, en el que habían estado hasta ese momento, estaba alumbrada por medio de unas claraboyas en la parte opuesta a la puerta. Había un sofá que se convertía en cama, grande y mullido, una mesa con un ordenador y una silla, unas estanterías con libros y también un armario para la ropa. Las paredes estaban decoradas con fotografías de los alrededores del pueblo y el suelo de madera estaba cubierto por alfombras de vivos colores. Jorge abrió el armario y con un gesto invitó a Luís a escoger la ropa que le apeteciese.
-Volviste a la Universidad, ¿no? –dijo Luís mientras revolvía entre los pantalones del armario.
–Sí. Y sigo. Ahora he cogido unas pequeñas vacaciones y he decidido venir a visitar a Sofía. De vez en cuando aparezco por Coruña y recorro la ciudad recordando mi antigua vida. Tú estás en un bufete en Madrid.
–Sí. En Baker & MacKenzie –respondió Luís mientras cogía unos pantalones vaqueros parecidos a los que llevaba puestos.
–¿En serio? Allí trabajaba mi hermana. Puede que la conozcas. Uxía Lerma.
–Claro que la conozco. ¡Mira que soy parvo! No la había relacionado contigo –respondió Luís mientras se cambiaba de pantalón –Es una muchacha fantástica, responsable y trabajadora. Bueno, ya está.
–Ponte también una camiseta, no vayas a arruinar esa que llevas –dijo Jorge observando la que llevaba puesta Luís, deportiva pero de calidad.
–Sí, tienes razón –respondió su amigo mientras revolvía en los cajones del armario hasta que encontró una de color azul oscuro y la cambió por la suya –Ya estoy listo, nos podemos ir.
–¿No pensarás ir con esas zapatillas deportivas? –preguntó Jorge mirando para el inmaculado calzado de Luís.
–Da lo mismo, no te preocupes. Vamos a dar esa vuelta por el monte.
Los dos amigos salieron de la habitación en dirección a donde se encontraban Sofía y Carla que, en ese momento, estaban conversanco animadamente en italiano.
–¿Sabes italiano? –preguntó Luís, asombrado, a Sofía.
–Me lo enseñó Carla, durante todos estos años en que nos estuvimos viendo, tuve tiempo de aprender bastante. ¿Entonces, nos vamos?
–Vamos –respondió Luís.
La fraga que rodeaba el pueblo estaba llena de corredoiras y senderos de todo tipo y Luís, tanto tiempo acostumbrado al paisaje de encinas, romero, jaras y tomillo de la sierra de Madrid, pensó que aquello no era un monte sino una selva. Allí se mezclaban los castaños con los helechos, los robles, los fresnos, los abedules, pinos y laureles, con las zarzamoras y los toxos11 . Estaba empezando a arrepentirse por no haberse cambiado de calzado, pero ya no tenía remedio. Carla y Sofía iban delante, seguían hablando en italiano; Luís, aunque no conocía muy bien esta lengua, notaba algo raro en la forma de hablar de las dos amigas, a lo mejor Carla le había enseñado algún dialecto. Él y Jorge iban casi cuatro metros detrás de ellas ya que Luís no podía ira tan deprisa como deseaba por culpa del terreno irregular por donde estaban caminando, su amigo estaba hablándole de su vida en la universidad.
–¿No te casaste? –preguntó Luís al tiempo que intentaba no pisar una bosta de vaca que había en medio de la corredoira.
–No. ¿Quién me hubiera aguantado?
–No digas tonterías. Hablando de otra cosa. ¿Qué sabes del comisario Soler?
–Desde entonces no lo hemos vuelto a ver, puede que siga en Madrid. ¿No lo viste por ahí?
–Es muy grande –respondió Luís mientras ponía un pie en una piedra para no pisar el barro que había en esa parte de la senda debido a una pequeña fuente que surgía desde una roca, al lado del camino. –A veces encuentra gente que hace años que no veías pero es muy difícil; además, él trabaja por el centro y yo estoy en la parte norte de la ciudad, y casi no salgo de ahí. Pero no te preocupes que intentaré investigar su paredero y te lo diré. ¿Sofía, dónde nos llevas? ¿Queda mucho?
–Estos tipos de ciudad no tienen ningún aguante. ¿Verdad? –dijo Sofía dirigiéndose a Carla.
–Tienes toda la razón. –respondió su amiga que caminaba tan ligero como ella y no le importaba ir en pantalón corto y estropear sus piernas con las zarzas y los tojos.
–No tardaremos mucho más, estamos a punto de llegar. Ya verás. Es un lugar precioso.
–Si tú lo dices... –respondió Luís que estaba arrepintiéndose de haber venido a visitarla, no porque le molestase su compañía sino porque ya había perdido la costumbre de andar haciendo el tonto por los caminos rurales y se estaba empezando a cansar y no deseaba reconocerlo delante de sus amigos.
–¿Tampoco sabéis nada de María