La Moneda De Washington. Maria Acosta
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Cuando despertó, a las ocho en punto, lo hizo totalmente recuperado. Le había sentado muy bien dormir tanto. Había quedado con el abogado a las diez en su despacho, en una calle del centro de la ciudad. Llegó a la hora justa, estuvieron hablando un rato y Luís le habló de la proposición de su bufete para que trabajase con ellos. A las once ya estaba fuera. El abogado coruñés tenía que pensárselo, quedó en que lo llamaría dentro de dos o tres día para darle una respuesta en firme. Ese tiempo lo aprovecharía Luís para ir a visitar a su amiga Sofía y hacer un poco de turismo por los alrededores de Coruña. Más que un viaje de negocios parecían unas pequeñas vacaciones. La verdad es que se las merecía, había trabajado mucho este último año para el bufete y les había hecho ganar un montón de dinero. Volvió al hotel a cambiarse de ropa; estaría más cómodo paseando por la ciudad con los pantalones vaqueros. Nunca le habían gustado demasiado los trajes pero con su trabajo no le quedaba otra que utilizarlos habitualmente; en cuanto podía los cambiaba por una ropa más cómoda. Decidió ir a Betanzos a pasear por la zona vieja y puede que hiciese unas fotos. Su hija mayor le había regalado una cámara digital, no tenía que molestarse en hacer nada, sólo darle al disparador, las fotos salían solas. Eso fue lo que le había dicho Adriana cuando se la dio. En recepción pidió información sobre los autobuses a Betanzos y luego cogió un taxi hasta la estación de autobuses.
No había cambiado nada desde la última vez que había estado allí, cuando estaban siguiendo a Klauss-Hassan, pensó mientras estaba en la parte baja de la estación esperando al autobús. ¡Pues claro que le pareció conocida la cara del conductor, era Klauss-Hassan! ¿Qué hacía de nuevo en Coruña? Luís empezó a ponerse nervioso. Y, por supuesto, olvidó sus planes de viaje y perdió el autobús. Tenía que llamar a Sofía y contárselo. Ella sabría qué hacer.
2. La reunión
Luís, en cuanto salió de la estación de autobuses, llamó a Sofía. Estaba libre unos días y tenía ganas de verla. Sofía quedó en pasar a recogerlo enseguida, si no tenía nada más que hacer. A Luís le pareció bien y se puso a caminar hacia el lugar del encuentro: en el cruce de la Avenida Finisterre con la Glorieta de Ronda de Outeiro, justo donde comenzaba el polígono de La Grela-Bens. Cuando Luís llegó, Sofía ya le estaba esperando de pié junto a un viejo Land Rover.
–¡Madre mía! Mira que has cambiado, casi no te reconozco -dijo Luís mientras le daba un abrazo a su vieja amiga.
Sofía se rió. La verdad es que tenía razón: hacía unos años que se había teñido el cabello de rojo y que había decidido llevarlo muy corto; además, se había fortalecido con el trabajo al aire libre y tenía un montón de pecas en la cara debido al sol.
–Pues tú no has cambiado nada, a no ser por esa panza -respondió ella mientras abría la puerta del coche. –¿Cómo es que estás por aquí? Creía que estabas casado, con hijos y un buen trabajo.
–Y así es –respondió Luís sentándose en el asiento del copiloto y poniéndose el cinturón de seguridad –La empresa me ha mandado a hacer una gestión para el bufete. Tengo un par de días libres, ya te lo dije cuando te llamé, y pensé que era un buen momento para visitar a una antigua compañera de piso.
–Y pensaste bien –respondió Sofía arrancando el coche y dirigiéndose hacia Arteixo.
Mientras Sofía maniobraba con el coche en la locura de circulación de la carretera que les llevaría hasta donde vivía la restauradora de muebles no dijeron nada. Unos minutos después Sofía, después de adelantar a un camión con cerdos, volvió a hablar.
–Te vas a llevar una buena sorpresa cuando llegues al pueblo.
–Todavía no me lo puedo creer, lo conseguiste. Cuando, hace unos años, me lo contaste en una carta, pensé esta Sofía es la pera: un pueblo sin coches.
–Pues sí, conseguí encontrar un montón de gente que pensaba como yo y compramos el pueblo entre todos. Las verdad es que era una empresa muy arriesgada, sobre todo porque la mayor parte no nos conocíamos. Pero el anuncio del periódico atrajo a mucha gente y después de una buena criba logramos juntarnos unas quince personas de las más dispares profesiones. Hay escritores, pintores, albañiles, un par de arquitectos, un carpintero, informáticos. Muy variado todo. Luego fueron llegando más con las mismas ideas. No es una comunidad idílica, tenemos nuestras diferencias, pero en lo esencial estamos todos de acuerdo: ni coches ni motos. Los únicos vehículos aceptados son los tractores y algunas máquinas para trabajar la tierra, pero esas están siempre en las leiras5 , en el pueblo, lo que podríamos llamar el casco urbano, no hay ninguno. Incluso hay un agricultor que trabaja la tierra como hace más de un siglo: con un arado romano tirado por bueyes.
–Pero tú has venido a buscarme en coche.
–Sí, pero ya verás, no entrará en el pueblo. No pienso contarte nada más, ya lo verás cuando lleguemos.
El viaje hasta el pueblo fue muy corto. El nombre del pueblo era O Moucho y hacía ya muchos años que la gente se había largado de allí. Sofía pensó comprarlo para instituir aquella comunidad tan especial. Tardaron bastante en localizar a todos los propietarios de las casas y casi no tuvieron problemas para convencerlos para que se las vendiesen, las viviendas estaban a punto de caerse de viejas y que unos cuantos locos de la ciudad decidiesen volver a habitarlas.... si pagaban bien por ellas, a los propietarios les daba igual. Allí tenían todos los servicios: tienda de comestibles, una guardería, teléfono e internet, calles limpias, un par de bares, un lugar comunitario y hasta un club de cine.
La carretera que llevaba hasta O Moucho era comarcal y acababan de arreglarla y no tuvieron ningún problema para acceder al pueblo. Los que más llamó la atención de Luís fueron un par de construcciones grandes de piedra, sin ventanas, y con unas puertas de madera muy grandes, que había a la entrada y preguntó a Sofía por ellas.
–Eso es lo que nos ayuda a que no haya coches en la población –dijo mientras se acercaba a la vivienda de la izquierda, donde, una tabla encima de la puerta, ponía: Deja aquí tu vehículo.
Cuando apenas se encontraban a cuatro metros de la puerta Sofía cogió un chisme que tenía cerca de la palanca de marchas y pulsó un botón rojo, la puerta se abrió y Sofía metió el Land Rover en aquella construcción. Al mismo tiempo que el coche entraba por la enorme puerta el local se iluminó y Luís pudo ver que aquello era en realidad un garaje donde, en ese momento, se encontraban puestos en perfecto orden una buena cantidad de vehículos de todas las marcas y colores.
–¡Arre demo6 ! –exclamó Luís –así que, en realidad, sí tenéis coches.
–Sí