Spaghetti Paradiso. Nicky Persico
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Reabrí los ojos y volví en mí. Con un sms dije a Cerrati que me encontraría con él en un bar cercano, a poca distancia del bufete.
Me moví con paso lento, pero decidido, mientras atravesaba la calle y entré en la cafetería desierta. El camarero de la barra no pareció darse cuenta a pesar de que estaba orientado hacia la puerta.
Podía intuir por el inconfundible tintineo que estaba poniendo en orden algunos vasos en aquella zona oscura habitualmente situada debajo de la barra donde se sirven las bebidas, una zona oculta a la vista de los clientes, desde la cual, como por arte de magia, aparece de todo, desde las rodajas de limón a los sobrecillos de edulcorante que en ciertos lugares te dan sólo si los pides (… no los pongo porque los roban las muchachas que están a dieta…).
Recorrí el pequeño tramo que unía la entrada con la barra llegando justo enfrente del camarero, el cual, semi levantado, continuó trabajando sin levantar la mirada aunque, ahora ya no había duda, me había visto entrar.
A decir verdad no me sorprendió. Era el procedimiento en algunos sitios. A menudo me había preguntado sobre los motivos de este comportamiento en algunos camareros que, en términos de lectura del lenguaje del cuerpo, podía ser definido como actitud defensiva.
Es verdad, existían miles de hipótesis plausibles para respaldar un comportamiento similar y también probabilidades estadísticas que lo justificaban: quien entra en un bar puede ser impulsado por intenciones agresivas o ser un criminal chalado, o también uno que te dice quiero algo de ti pero no tengo intención de pagar. O incluso un ladrón solitario.
Otra hipótesis, bastante remota pero posible, es que un determinado cliente, en casos similares y por motivos subconscientes, recuerde en el camarero de turno a alguien que lo ha agredido cuando era niño.
Sí, había unas cuantas posibilidades, y todas justificaban una sana desconfianza. Sin embargo, parecían verdaderamente remotas y altamente improbables.
Quizás sólo era la fatiga del cliente. Quién sabe.
Ahora, ya desde un montón de segundos a más o menos un metro de él, permanecí perfectamente inmóvil y en silencio, evitando con cuidado movimientos bruscos y estudiando atentamente sus reacciones. Más que un intento por consumir lo mío parecía haber asumido las características de un verdadero y auténtico duelo.
Sólo faltaba el barbero asomado, los vaqueros que salían fuera del saloon, las mujeres que ponían a los niños a salvo, y el cuadro hubiera sido perfecto. Debe ser por momentos como este que se define al que entra en un bar como avventore9: alguien que se arriesga, que es osado, que desafía al destino. Indiana Gin.
Pero, a pesar de la pausa enfática, nada ocurrió. Llegado a este punto, me armo de valor, soy el primero en extraer el arma y abro fuego.
« Buenos días».
El camarero para su movimiento de manos, para mí invisibles porque están metidas en el lugar misterioso mejor detallado anteriormente y, levantando los ojos vuelve su mirada a aquello que para muchos, en jerga, se llama cliente. Pensaba que iba a sacar el Winchester y me intimidaría a abandonar el condado, si quieres ver amanecer, extranjero.
Y en cambio continuó con los toqueteos, y dijo a su vez: «Buenos días»
Bueno, bien, en términos de diálogo osmótico todavía estaba lejos del auténtico concepto de comunicación pero era un principio. Yo, decidido a no dejar escapara la ocasión, lo incité.
«Si es tan amable» mejor ser prudente « ¿podría hacerme un café?»
¡Oh! Había sido muy atento para no ser ni demasiado agresivo, ni demasiado indulgente, en el tono usado para formular la petición, intentando aplicar la dinámica que había escuchado que estaba vigente en las manadas de perros, una vez que había visto QUARK10, para evitar provocar reacciones instintivas en el camarero. Ni presa, ni agresor.
El camarero no respondió, mirándome con la misma expresión que, en un libro de Stefano Benni, había sido definida, más o menos, como la de la vaca cuando pasa el tren, es decir absolutamente inexpresiva e indiferente por lo sucedido, a pesar de ser el mismo acontecimiento causa suficiente para llamar la atención.
No obstante, cualquier tipo de proceso sociodinámico se debió activar ya que lentamente se volvió y comenzó a juguetear con la máquina de café, batiendo ruidosamente el portafiltro que contiene los posos de café en el cajón hecho al efecto, después de haberlos extraído, previa rotación de 30º, de su lugar.
Yo, convencido, bajé los niveles de defensa a defcon 1, volviendo la mirada hacia el exterior, para comprobar que la persona que debía venir a por mí, mientras tanto, no hubiese llegado.
Sin más acontecimientos dignos de ser contados, la taza humeante se posó sobre el platito preparado precedentemente.
Pedí, siempre amablemente, un edulcorante, indicando al mismo tiempo con la mirada la zona debajo de la barra.
El camarero, con expresión sorprendida y de improviso reflexiva, sacó un sobrecito de la zona muerta, poniéndola sobre el platito, y muy probablemente pensó en una filtración de noticias sobre la logística de su bar.
El café estaba caliente, no viene al caso hacer otras observaciones.
Ni siquiera estuve tentado de hacerle notar que quizás no era excelente, porque sabía bien que la fatiga del cliente preveía, en tales casos, procedimientos operativos que se extendían desde la mirada torva al comportamiento que transmite el concepto de váyase a la mierda y gracias por habernos escogido.
Después de pagar el café en el silencio más absoluto, salí y miré a mi alrededor.
« ¡Abogado!»
Desde mi izquierda llegaba, corriendo y a pie, Cerrati.
Cerrati era amigo/casi cliente del casi abogado Alessandro, desde hacía mucho tiempo. Sus disputas eran, en su mayor parte, unos enredos embarullados e inextricables, pero en el fondo se trataban de situaciones de menor cuantía que incluso un estudiante como yo conseguía, de cualquier manera, resolver de un modo u otro. Nunca había necesitado un auténtico abogado y Cerrati, en cambio, me ofrecía su hospitalidad prestándome algunos fines de semana su casa en la playa, ignorante de que esto retrasaría mis estudios e ignorante, sobre todo, de que había hecho una copia de las llaves.
A esto es necesario añadir el lema de Cerrati: lo intento pero no me explico11. Normalmente, para entender algo de un nuevo caso era necesario bastante más de una hora de conversación y, al menos, seis o siete llamadas al orden.
La famosa frase me lo explique todo como si yo tuviese cinco años, pronunciada en una escena de Philadelphia por Denzel Washington (en el papel de abogado) provocó un rápido incremento de eficacia explicativa en Tom Hanks (en el papel de cliente).
La misma frase, pronunciada un poco antes por mí, provocó en Cerrati una reacción anómala: «Abogado, nunca me lo permitiría».
La vida no es una película.