El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín. Guido Pagliarino
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Annachiara volvió a sus tareas.
—Sí, en ese sentido, sí: es un hombre que cuando puede hace el bien. Ha dado muchas limosnas, ¿sabe? Y también es poeta. Si no tuviera esa desgracia…
—¿Un poeta?
—Sí, escribe poesías muy bellas: incluso sobre mí. Espere, que voy a buscar una.
Volvió con un texto mecanografiado. En efecto, se trataba de una lírica agradable, en versos sueltos, donde el autor, castamente, elogiaba a Mariangela por su bondad y su inteligencia. Pensé que el hombre podía haber estado enamorado, pero que nunca se declaró debido a su monstruosidad. Dije con una gran sonrisa:
—En resumen, que si no hubiera sido por su… defecto, según usted ¿habría sido un buen partido?
—¡Oh, sí! —reconoció—, aunque tenga casi once años más que yo: pero esto no importaría sin ese… defecto.
¿Era posible que Mariangela lo quisiera? ¡Alguien con una monstruosidad semejante! ¿Tal vez le avergonzara admitirlo, tal vez incluso a sí misma?
Pienso que transparentaba mis ideas, porque la joven habló de mis pensamientos:
—No se puede una enamorar de alguien como él, pero… se puede querer un poco. No sé, como… casi como a un hermano.
—Entiendo —Así que tenía delante de mí una buena chica, no la perversa sensual que me había sugerido el viscoso de Alfonso.
El comisario se tomó en serio el caso, aunque fuera secundario: lo que le dije sobre Tarsicio le conmovió. Por tanto, decidió ocuparse de las investigaciones en persona, cosa que en aquellos años lejanos todavía podía hacerse, especialmente si el comisario se llamaba Vittorio D’Aiazzo.
Llamó al hospital: Tarcisio había recuperado la consciencia, milagrosamente, había precisado la monja, pero ahora tenía un pronóstico muy grave y estaba en un estado de confusión. Al no poder oírlo, Vittorio decidió interrogar a la empleada despedida:
—Tal vez antes de irme a casa le haga una pequeña visita. A esta hora la gente está cansada y se le escapan cosas.
Poco después de las nueve de la tarde, el comisario llamaba a la puerta de la casa de Giulia. Se trataba, como me dijo después, de un pequeño alojamiento en el último piso de un edificio muy viejo en Corso Vercelli. La mujer, de unos treinta años, morena y graciosa a pesar del mucho maquillaje que le ocultaba el rostro, le abrió con una sonrisa, con una vestimenta transparente y unas braguitas rosas, sin sujetador, completamente perfumada con una colonia vulgar dulzona, diciendo en cuanto le vio:
—Ven, querido.
Pero la sonrisa desapareció en cuanto vio a D’Aiazzo: evidentemente esperaba a alguien, pero sin duda no a él. Vittorio, quien, en sus primeros tiempos en Roma, siendo todavía subcomisario, había sido destinado a Buenas Costumbres, tuvo la fuerte sospecha de que se trataba de una prostituta: ¿Giulia complementaba así su salario? Lo cierto es que, en cuanto mi amigo se identificó, se sobresaltó. Vittorio la tranquilizó, diciendo que solo estaba allí buscando información sobre Benvenuto y la mujer se tranquilizó un poco, aunque se mantuvo todo el tiempo en una espera ansiosa echando miradas fugaces a la puerta entreabierta. No invitó a Vittorio a sentarse. Hablaron de pie, en la entrada.
—Vengo por una paliza que ha recibido esta mañana su antiguo jefe.
—Yo no sé nada.
—A propósito del trabajo: ¿Ha encontrado ya otro?
—Sí, en una panadería aquí cerca, el mismo día que me despedí.
—Un momento: ¿no le despidieron?
—Sí y no: solo amenacé con irme y él me respondió: «Haga lo que le parezca: aunque, visto que lo desea, váyase. De todos modos, no está a la altura».
—Yo esto lo entiendo como un despido.
—Yo no: me fui muy aliviada.
Vittorio aumentó su curiosidad:
—¿Por qué? ¿Qué pasó en concreto?
—¡Un hombre imposible, comisario! Un reproche tras otro. La última vez se inventó que estaba distraída durante la venta de una mesa y que por eso el cliente no la había comprado. Imagínese: ¡un mueble horrendo!
—Así que el jefe no estaba contento con usted, ¿no?
—No lo estaba con nadie. Culpa de su… lisiadura. ¿Sabe que..?
—… algo sé. ¿Usted qué sabe en concreto?
—Un día, poco después de que me contratara, vino a visitarlo una monja del cercano Instituto de la Caridad Cristiana, sor Marisa, me parece, una anciana que lo había criado de niño ahí dentro. Sabe que allí hay incluso personas monstruosas, ¿no?
—Sí, son monjas santas.
—No lo dudo. Pero también un poco cotillas: como el jefe estaba fuera, pero iba a volver enseguida, ella lo esperó y, entretanto, dejo caer, completamente sonriente, información sobre él.
—¿Que era…?
—Parece que su monstruosidad viene de la unión de dos hermanos, dos gemelos siameses. La monja dice del otro nacieron, de un modo indivisible de su cuerpo, solo un brazo y un pedazo de cerebro, pero concretó que ese pedazo no era un cerebro individual, por lo que era uno solo, no dos.
En ese momento, sin contenerse y considerando la inhibición de la persona que tenía delante, Vittorio le preguntó:
—Y además tenía dos penes, ¿verdad?
—¡Bueno! La hermana no dijo nada de eso.
—¡Usted mismo se lo dijo a sus colegas! ¿Se los enseñó el jefe?
—… ¡Pero comisario! —explotó de risa la mujer, irrefrenablemente, cubriéndose los ojos con falso pudor.
—Digo la verdad: repito lo que afirman sus compañeros.
Se puso seria:
—No, mire: son solo unos idiotas. Lo dije como una ocurrencia: nunca me mostró nada. ¡Solo tiene que comprobarlo!
—¿Así que fue algo inventado?
—S… sí, pero en broma.
—Dígame: ¿le hizo propuestas obscenas?
—¡No! Le habría dado una bofetada…
—Entiendo: así que se trataba solo de diferencias laborales, no de otra cosa.
—Sí, pero repito que estaba muy contenta de irme.
Entonces, cuando Giulia miraba por enésima