Cañas y barro: Novela. Vicente Blasco Ibanez
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Vicente Blasco Ibáñez
Cañas y barro: Novela
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664144645
Índice
I
Como todas las tardes, la barca-correo anunció su llegada al Palmar con varios toques de bocina.
El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar á los espacios abiertos en la única calle del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su presencia á las barracas desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi desnudos seguía al barquero con cierta admiración. Les infundía respeto el hombre que cruzaba la Albufera cuatro veces al día, llevándose á Valencia la mejor pesca del lago y trayendo de allá los mil objetos de una ciudad misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla de cañas y barro.
De la taberna de Cañamèl, que era el primer establecimiento del Palmar, salía un grupo de segadores con el saco al hombro en busca de la barca para regresar á sus tierras. Afluían las mujeres al canal, semejante á una calle de Venecia, con las márgenes cubiertas de barracas y viveros donde los pescadores guardaban las anguilas.
En el agua muerta, de una brillantez de estaño, permanecía inmóvil la barca-correo: un gran ataúd cargado de personas y paquetes, con la borda casi á flor de agua. La vela triangular, con remiendos obscuros, estaba rematada por un guiñapo incoloro que en otros tiempos había sido una bandera española y delataba el carácter oficial de la vieja embarcación.
Un hedor insoportable se esparcía en torno de la barca. Sus tablas se habían impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la suciedad de centenares de pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles gelatinosas, escamas de pez criado en el barro, pies sucios y ropas mugrientas, que con su roce habían acabado por pulir y abrillantar los asientos de la barca.
Los pasajeros, segadores en su mayoría, que venían del Perelló, último confín de la Albufera, lindante con el mar, cantaban á gritos pidiendo al barquero que partiese cuanto antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡No cabía más gente!...
Así era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su oreja cortada como para no oirles, esparcía lentamente por la barca las cestas y los sacos que las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas protestas: los pasajeros se estrechaban ó cambiaban de sitio y los del Palmar que entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas la rociada de injurias de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia! ¡Tanto sitio que encontrasen en el cielo!...
La embarcación se hundía al recibir tanta carga, sin que el barquero mostrase la menor inquietud, acostumbrado á travesías audaces. No quedaba en ella un asiento libre. Dos hombres se mantenían de pie en la borda, agarrados al mástil; otro se colocaba en la proa, como un mascarón de navío. Todavía el impasible barquero hizo sonar otra vez su bocina en medio de la general protesta... ¡Cristo! ¿Aún no tenía bastante el muy ladrón? ¿Iban á pasar allí toda la tarde bajo el sol de Septiembre, que les hería de lado, achicharrándoles la espalda?...
De pronto se hizo el silencio, y la gente del correo vió aproximarse por la orilla del canal un hombre sostenido por dos mujeres, un espectro, blanco, tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en una manta de cama. Las aguas parecían hervir con el calor de aquella tarde de verano; sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del vecino, y aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofrío lúgubre, como si el mundo hubiese caído para él en eterna noche. Las mujeres que le sostenían protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca permanecían inmóviles. Debían dejarle un puesto: era un enfermo, un trabajador. Segando el arroz había atrapado las fiebres, las malditas tercianas de la Albufera, y marchaba á Ruzafa á curarse en casa de unos parientes... ¿No eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡un puesto!
Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetía como un eco, con los sollozos del escalofrío:
—¡Per caritat! ¡per caritat!...
Entró á empujones, sin que la masa egoísta le abriera paso, y no encontrando sitio se deslizó entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en el fondo, con el rostro pegado á las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente nauseabundo. La gente parecía acostumbrada á estas escenas. Aquella embarcación servía para todo; era el vehículo de la comida, del hospital y del cementerio. Todos los días embarcaba enfermos, trasladándoles al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de medicamentos, tenían realquilados algunos cuartuchos para curarse las tercianas. Cuando moría un pobre sin barca propia, el ataúd se metía bajo un asiento del correo y la embarcación emprendía la marcha con el mismo pasaje indiferente, que reía y conversaba, golpeando con los pies la fúnebre caja.
Al ocultarse el enfermo volvió á surgir la protesta. ¿Qué esperaba el desorejado? ¿Faltaba aún alguien?... Y casi todos los pasajeros acogieron con risotadas á una pareja que salió por la puerta de la taberna de Cañamèl, inmediata al canal.
—¡El tío Paco!—gritaron muchos—. ¡El tío Paco Cañamèl!
El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre hidrópico, andaba á pequeños saltos, quejándose á cada paso con suspiros de niño, apoyándose en su mujer, Neleta, pequeña, con el rojo cabello alborotado y ojos verdes y vivos que parecían acariciar con la suavidad del terciopelo. ¡Famoso Cañamèl! Siempre enfermo y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más guapa y amable, reinaba desde su mostrador sobre todo el Palmar y la Albufera. Lo que él tenía era la enfermedad del rico: sobra de dinero y exceso de buena vida. No había más que verle la panza, la faz rubicunda,