Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés
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—Esta noche no podía verlo.
—¿Por qué, corazón?
No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido. Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella, comenzó a sollozar con amargura.
—¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si supieses qué pecado he cometido ayer!
—Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer, cordera!
—Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios, más me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me otorga, más ingrata soy hacia Él.
—Dios es infinitamente misericordioso, señorita.
—Pero infinitamente justo también...
—Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone por su intercesión... Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo queda perdonado.
Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.
Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo, diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla, reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al pasar, la presencia de un ser humano.
La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto, dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la iglesia. Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la novena del Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.
Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar a su señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario esperando al sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un poco de temor mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor confuso de humedad y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la penetraba de respeto. Los momentos que precedían a la confesión eran de sobresalto amable para María. El aparato y misterio de que estaba rodeada aquella confidencia íntima, la más íntima que en el mundo existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la turbaba hasta el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al rostro y se lo encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados, sino en la manera que tendría de relatarlos.
La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él. María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas.
La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro. Los fieles, desde los más apartados parajes de la iglesia, se fueron replegando hacia el centro, formando apretado grupo en torno del púlpito. María y Genoveva hicieron lo mismo. El sacerdote hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en alta voz. Terminado el rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado Corazón de Jesús. El clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz gangosa y lastimera exclamó:
«¡Oh corazón!—La muchedumbre repitió con solemne rumor:—¡Oh corazooón!—amantísimo—amantísimooo—santísimo—santísimooo—y melifluo—y melifluooo—de mi divino Jesús—de mi divino Jesús.—Corazón—corazooón—lleno de llamas—lleno de llamas—de purísimo amor—de purísimo amooor.»
María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios, puestos los ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando cara a cara al sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.
Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a Dios, por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera, y la muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió fervorosamente a Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato vacilando sin saber qué pedir, y, por último, pidió paciencia para sufrir los dolores de reuma. El cura leyó con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente
EJEMPLO
«En la ciudad de Munich vivía no ha muchos años una dama de extraordinaria hermosura que hacía una vida ejemplar; de modo que todos le daban el nombre de santa. Acaeció que un día llegó a su casa un mancebo muy gallardo a hacerle visita de parte de una prima suya, y al instante logró el demonio que se prendase de él perdidamente. Fue su pasión tan loca y miserable, que al cabo de algún tiempo de relaciones consintió en un pecado de impureza ofendiendo a Dios gravemente. Caída en el pecado, viose abismada en una melancolía profunda, porque si bien rechazó prontamente al que había sido la causa de su culpa, la infeliz se creyó condenada al infierno. Comenzó a llevar una vida áspera, mortificándose con ayunos y penitencias sin conseguir desechar su horrible pensamiento. Al fin, por consejo de un peregrino que por allí acertó a pasar, dispuso hacer una novena al Sagrado Corazón de Jesús. Al quinto día de rezarla devotamente, hallándose por la noche en su lecho, oyó un gran estrépito y vio escaparse de su habitación un demonio aullando horriblemente y dejando tras sí un hedor intolerable. A la mañana siguiente se encontró curada de su melancolía y muy confiada en la infinita misericordia de Dios.»
Los fieles se apretaron más en torno del púlpito para escuchar el ejemplo y gustaron con deleite su sabor novelesco. La novena terminó con una oración en latín. La muchedumbre rezó