Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés
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Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.
La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad. Aunque la oscuridad no nos permite descubrir exactamente el aspecto de la casa, se puede asegurar que es un edificio de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso soportal, cuya arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de sus dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y sostenido por pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se observa la misma diferencia en el piso, que en el soportal de que hablamos es de losa bien aderezada, mientras los demás ofrecen solamente un incómodo pavimento empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto, llamarla un palacio, no es aventurado afirmar que aquella mansión había sido construida por una persona principal para su exclusivo uso y regalo. La circunstancia de tener sólo un piso, bien claramente lo decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el arquitecto había dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues sus proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar envidia, no despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y rencores que excita siempre la opulencia soberbia.
El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría de que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los contornos de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los huecos de sus molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse a la abertura luminosa y feliz de los balcones, que las rechazaba con espanto. Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.
El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de enfrente no apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se agrupaban debajo de los arcos de la casa, careciendo de tal recurso, ateníanse exclusivamente a sus orejas, cuya capacidad receptiva procuraban perfeccionar colocando la palma de la mano por detrás de su pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La oscuridad era grande en ambos soportales, porque los faroles del municipio despedían sus pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer en apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras brillaba de vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja iluminaba un instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la esquina, aún permanecía abierta una tienda de quincalla; mas podía verse la sombra del dueño cruzar con frecuencia por delante de la puerta arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el piso principal de la misma casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par. Por ellos salían voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la Estrella, concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de indefectibles parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía evitarse el zumbido particular que origina la aglomeración de gente en un sitio, producido por el roce de los pies, el movimiento de los cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas que en tono de falsete dejaban caer los unos en los oídos de los otros.
El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba con sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata «gran Dio, morir si giovine». Terminado el preludio, empezó un acompañamiento suave y discreto. La ansiedad era grande. Al fin, sobre el acompañamiento se alzó una voz clara y dulcísima que sonó en toda la plaza como eco del cielo. Los dos grupos de curiosos se estremecieron cual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una máquina eléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima de ellos.
—Es María—dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el cuello de la camisa.
—¡Ya era tiempo!—apuntó uno en voz algo más alta.
—Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica de conservas—exclamó un tercero todavía más indiscreto.
—¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos oír!—gritó una voz irritada.
—¡Que se calle ése!
—¡Fuera!
—¡Silencio!
—¡Chis, chiis, chiis!
—¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este pueblo!—volvió a exclamar la voz colérica.
—¡Cállese usted!
—¡No sea usted estúpido, hombre!
—¡Chis, chiis, chiis!
Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable sobre todo elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la cantante un prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar las notas; mas para los que no se ven atormentados por escrúpulos filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy bien y que poseía especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que llegaba hasta lo profundo del alma.
Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo, daban pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música en los pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que en las capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía por iglesias, teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que otra vez pueden gustarla. Nadie chistaba ni se movía un punto de su sitio. Con la boca entreabierta y la mirada perdida seguían extáticos el curso de aquella melodía desesperada en que Violeta se lamentaba de morir después de haber penado tanto. Los más sensibles empezaban a soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida juvenil. El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de polvo líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa, sacudieron el sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los elementos, vinieron a refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve disturbio entre sus convecinos.
Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner al lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una cerilla para encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce o quince años, frescos, risueños y maliciosos que volvieron a borrarse al morir el fósforo.
—Oye, Manolo—dijo uno apagando todo lo posible la voz—, ¿quién te ha dado esa boquilla?
—Pues se la he limpiado a mi hermano.
—¿Es de ámbar?
—De