Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

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Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés

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Roma y Nápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra, Bruselas, París y Madrid hasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un predicador tan monísimo por todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el itinerario de nuestro viaje?

      —Bien.

      —¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no te interesa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú no hagas en él las modificaciones que creas convenientes o lo varíes por entero si te place. El mismo interés tengo en ir a París y Roma que a Berlín o a Londres. ¡Figúrate lo que me importará, yendo contigo, viajar por un lado o por otro!

      —Lo que tú determines estará bien.

      —Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?

      —Ya te he dicho que sí.

      —Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreír una vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamente necesarias. ¿A qué viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?

      —¿Por qué había de estarlo?

      —Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otro modo no tiene explicación el tono displicente con que me respondes hace rato.

      —Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.

      Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándola en don Serapio.

      —Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada, harías mal en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si por ventura la hubiese cometido. La conciencia no me acusa de nada...

      —Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!

      María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar la vista del cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.

      —Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...

      Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:

      —Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro... Todos ganarán en ello menos yo...

      —¿Pues?

      —Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuando estamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segunda porque vas a separarte de mí.

      —No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quien disgusta... y mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamos juntos mucho más tiempo de lo que debiéramos.

      —Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes en público. Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la pura verdad. Por más que estemos juntos algunas horas del día, aun me parece poco. Quisiera que lo estuviésemos todas. En un hombre que se va a casar dentro de mes y medio no creo que tenga mucho de particular este deseo...

      Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:

      —Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En los años que llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra del hastío. Cuando estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tan bien; cuando estoy lejos pienso que estaría mejor junto a ti. Esto es una garantía de que nunca nos cansaremos el uno al lado del otro, ¿no es verdad? Por mi parte te hago juramento de que si llegamos a viejos me gustará más estar a tu lado que tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosa nos espera y cuánto tiempo hace que sueño con ella!... ¿Te acuerdas cuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú ocho años y yo diez, mi pobre mamá nos hizo cogernos de la mano diciéndonos gravemente: «¿Queréis ser marido y mujer?... Pues daos un beso y cuidado con enfadarse más.» Desde entonces nunca pensé que podía casarme con otra mujer más que contigo.

      María no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijeza extraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante de conservas.

      —¿Sabes una cosa?

      —¿Qué?

      —Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no los he abierto. Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona de marquesa. Aunque te rías, no dejaré de decirte que me dio un salto el corazón al ver la corona. Me pareció que ya estábamos unidos, que no había que esperar estos mortales cuarenta y cinco días. No sé lo que daría por que hoy fuese el último de diciembre. Dime, feísima ¿no tienes deseos de llamarte la marquesa de Peñalta, de ser mía, mía para siempre?

      María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio, repuso:

      —Así, así.

      Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad. Ricardo permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover siquiera un dedo. Después se levantó bruscamente y salió de la sala.

      Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando en una última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría sin remisión. El pianista secundó este grito de dolor con una escala en octavas estrepitosas. Sonó un largo palmoteo y se dirigieron al cantante por parte de las damas sonrisas afectuosas de aprobación. La juventud de las puertas, siempre bromista, se empeñó en hacerle repetir la romanza; pero don Serapio tuvo bastante buen olfato para advertir que los aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a complacerla.

      Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea la siguiente alocución:

      —Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista... Todos esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno de esos momentos felices..., que otras veces nos ha proporcionado..., ¿verdad?

      —Eso es: que cante María.

      —Sí, cantará, porque es muy amable.

      El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hasta el piano.

      Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo como siempre un estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, qué hermosa!—¡Esta chica cada día es más bonita!—¡Qué gusto exquisito tiene para vestirse!—¡Parece una reina!» Estas y otras muchas frases laudatorias fueron las que se dijeron al oído los tertulios de los señores de Elorza.

      Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada, flexible y elegante como las bellas damas del Renacimiento que los pintores italianos escogían para modelos. La línea de su cuello mórbido y lustroso recordaba las estatuas griegas. Este cuello servía de sostén a una cabeza rubia de rostro blanco, levemente sonrosado en las mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos y ojos azules. Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una expresión persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de los acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba un leve círculo morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.

      —Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica—dijo una señora.

      —Lo

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