Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville Básica de Bolsillo

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de vida pagan indemnizaciones de muerte sobre inmortales; en qué eterna, inmovilizante parálisis y mortal desahuciado trance yace to­davía el vetusto Adán, que murió hace sesenta siglos cumplidos; cómo es que aún nos negamos a ser confortados por esos que no obstante mantenemos que habitan en inexpresable dicha; por qué todo lo vivo se esfuerza en acallar todo lo muerto; de dónde que el rumor de unos golpes en una tumba aterrorice a una ciudad entera. Todas estas cosas no carecen de su significado.

      Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso en esas dudas muertas recolecta su más vital esperanza.

      Apenas se necesita decir con qué sentimientos, en la víspera de un viaje a Nantucket, observé esas lápidas, y a la lóbrega luz de ese oscurecido y entristecido día leí el sino de los balleneros que habían partido antes que yo. Sí, Ismael, el mismo sino puede ser vuestro. Pero de algún modo me volví a alegrar. Atrayentes incentivos para embarcar, buena oportunidad de promoción... Sí, una lancha desfondada me hará inmortal por méritos en combate. Sí, hay muerte en este negocio de la pesca de la ballena... un rápido, mudo y caótico empaquetado de un hombre a la eternidad. Pero ¿entonces qué? Me parece a mí que hemos malinterpretado enormemente esta cuestión de la vida y la muerte. Me parece a mí que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi verdadera sustancia. Me parece a mí que al observar asuntos espirituales, nos parecemos demasiado a ostras que observan el sol a través del agua, y que creen ese agua espesa el aire más sutil. Me parece a mí que mi cuerpo sólo son los posos de mi mejor ser. De hecho, que coja mi cuerpo quienquiera, que lo coja, digo: no soy yo. Y, por tanto, tres hurras por Nantucket; y que vengan una lancha desfondada y un cuerpo desfondado cuando venir quieran, pues desfondar mi alma ni el propio Jove puede.

      Capítulo 8

      El púlpito

      No estuve sentado mucho tiempo antes de que entrara un hombre de una particular venerable robustez; inmediatamente, mientras la puerta azotada por la tormenta volvía atrás después de admitirle, un vivo y respetuoso reconocimiento visual de toda la congregación atestó suficientemente que este buen anciano era el capellán. Sí, era el famoso padre Mapple, así llamado por los balleneros, entre los cuales era un gran predilecto. En su juventud había sido marinero y arponero, pero desde hacía ya muchos años había dedicado su vida al ministerio. En la época sobre la que escribo, el padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; ese tipo de vejez que parece diluirse en una segunda floreciente juventud, pues entre todas las fisuras de sus arrugas brillaban ciertos leves destellos de un reciente retoñar en progreso... El verdor primaveral asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que hubiera escuchado previamente su historia podría observar al padre Mapple por vez primera sin el más extremo interés, pues en él se habían implantado ciertas peculiaridades clericales, imputables a esa aventurera vida marítima que había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y ciertamente no había venido en su propio carruaje, pues su sombrero de hule chorreaba granizo derretido, y su gran cazadora de piloto de paño parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. De cualquier manera, sombrero y gabán y chanclos fueron retirados uno por uno, y colgados en un pequeño hueco en un rincón adyacente; momento en el que, ataviado con un correcto traje, se acercó silenciosamente al púlpito.

      Como la mayor parte de los púlpitos antiguos, era un púlpito muy elevado, y dado que unas escaleras normales hasta tamaña altura, a causa de la larga pendiente desde el suelo, habrían reducido seriamente la ya pequeña área de la capilla, el arquitecto, siguiendo, al parecer, las indicaciones del padre Mapple, había rematado el púlpito sin escalera, remplazándola con una escala perpendicular lateral, como las que se utilizan para subir a un barco desde una lancha en el mar. La mujer de un capitán ballenero había dotado a la capilla de un bonito par de guardamancebos de rojo estambre para esta escala, que estando en sí bien rematada, y teñida en un tono caoba, en modo alguno resultaba, en conjunto, considerando el tipo de capilla que era, de mal gusto. Deteniéndose un instante a los pies de la escala, y agarrando con ambas manos los pomos ornamentales de los guardamancebos, el padre Mapple lanzó una ojeada hacia arriba, y entonces, con auténtica aunque reverente destreza de marinero, subió los peldaños como si ascendiera a la cofa del mayor de su nave.

      Cavilé durante un rato, sin comprender enteramente la razón de aquello. El padre Mapple disfrutaba de una reputación tan extendida de sinceridad y santidad que no podía suponerle que buscara notoriedad por medio de meros trucos de escenario. No, pensé yo, debe haber alguna razón sensata para esto; lo que es más, debe simbolizar algo intangible. ¿Puede ser, quizá, que con ese acto de aislamiento físico indique su espiritual retiro transitorio de toda atadura y exterior conexión mundana? Sí, pues colmado con el pan y el vino de la palabra, para el piadoso hombre de Dios este púlpito, lo veo, es una plaza fuerte autárquica... un altivo Ehrenbreitstein con un perenne manantial de agua dentro de sus muros.

      Pero la escala lateral no era el único elemento desusado del lugar que había sido adoptado del antiguo marinear del capellán. Entre los cenotafios de mármol a los dos lados del púlpito, la pared que constituía su fondo estaba adornada con una gran pintura que representaba un gallardo navío batiéndose contra una terrible tormenta, en la cercanía de una costa a sotavento de negras rocas y níveos rompientes. Y muy por encima de la urgente cellisca y de las oscuras y mudantes nubes flotaba una pequeña isla de luz solar, en la cual destellaba una cara de ángel; y esta brillante cara emitía un bien delimitado punto de fulgor sobre la zarandeada cubierta del barco, algo así como esa placa de plata engastada en la plancha del Victory en donde cayó Nelson. «Ah, noble barco», parecía decir el ángel, «batid, batid, vos, noble barco, y sustentad un tenaz timón; ¡pues ved!, el sol está rompiendo; las nubes se están alejando... el más sereno de los cielos está al llegar».

      Tampoco el propio púlpito carecía del mismo sabor a mar que la escala y la pintura habían logrado. Su frente panelado lo estaba al estilo de una proa chata de barco, y la santa Biblia descansa­ba so­bre una pieza protuberante en forma de voluta, diseñada imitando el beque de un barco.

      ¿Qué podría estar más cargado de significado?... Pues el púlpito siempre es la parte más avanzada de esta tierra; todo lo demás viene a su espalda: el púlpito dirige el mundo. Desde allí se avista por primera vez la tormenta de la ardiente ira de Dios, y la proa ha de recibir el embate inicial. Desde allí es desde donde primero se invocan vientos favorables al Dios de las brisas propicias o adversas. Sí, el mundo es un barco en tránsito, y no una expedición concluida; y el púlpito es su proa.

      Capítulo 9

      El sermón

      El padre Mapple

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