Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Se produjo un grave tronar de pesadas botas de mar entre los bancos, y un siempre más ligero deslizar de zapatos de mujer, y todo quedó de nuevo en silencio, y todos los ojos en el predicador.
Éste hizo una pequeña pausa; entonces, inclinándose en la proa del púlpito, plegó sus grandes manos bronceadas sobre el pecho, elevó sus ojos cerrados, y ofreció una oración tan profundamente devota que parecía estar arrodillándose y rezando en el fondo del mar.
Terminaba ésta en prolongados tonos solemnes, como el continuo tañer de una campana en un barco que en medio de la niebla está naufragando en alta mar... con semejantes tonos comenzó a leer el siguiente himno; mas, cambiando el acento al llegar a las estanzas de la conclusión, estalló con repicante exultación y alegría...
De la ballena, costillas y terrores,
lóbrega desolación sobre mí enarcaron,
al pasar las olas al sol de Dios todas,
hundiéndome en la perdición me dejaron.
Vi la mandíbula del Infierno abierta,
con infinitos dolores y penas allí,
que sólo los que sienten saben cierta...
Oh, en la desesperación caer me vi.
En negra pena apelé a mi Dios
cuando apenas creerle mío podía.
Él a mis quejas el oído inclinó,
la ballena ahora ya no me recluía.
Con rapidez, voló a mi salvación
como portado sobre un delfín radiante,
como el relámpago; de mi liberador Dios
lució la faz, terrible, y aun así brillante.
Esa terrible, esa alegre hora,
por siempre recogerá mi canción.
A mi Dios yo doy la gloria toda,
suyo es todo el poder y el perdón.
Casi todos se sumaron a cantar este himno, que se elevó muy por encima del aullar de la tormenta. Siguió una breve pausa; el predicador pasó lentamente las páginas de la Biblia, y finalmente, posando su mano sobre la página apropiada, dijo:
—Amados compañeros de tripulación, recordad el último verso del primer capítulo de Jonás...: «Y Dios había dispuesto un gran pez para tragarse a Jonás».
«Compañeros de tripulación, este libro, que contiene sólo cuatro capítulos –cuatro relatos–, es una de las más pequeñas filásticas en el poderoso cable de las Escrituras. No obstante, ¡qué honduras del alma sondea la sondaleza de profundidad de Jonás! ¡Qué fecunda lección es para nosotros este profeta! ¡Qué cosa tan noble es ese cántico en el estómago de la ballena! ¡Qué semejante a las olas y tempestuosamente grandioso! Sentimos las mareas derramándose sobre nosotros; sondeamos con él hasta el sargazoso fondo de las aguas: ¡las algas y todos los limos del mar están en torno a nosotros! Pero ¿cuál es esta lección que el libro de Jonás enseña? Compañeros, es una lección de dos filásticas: una lección para todos nosotros como pecadores, y una lección para mí como piloto del Dios viviente. Como pecadores, es una lección para todos nosotros porque es una historia del pecado, de la impiedad, de los temores repentinamente avivados, del pronto castigo, el arrepentimiento, las oraciones, y finalmente la salvación y la alegría de Jonás. Al igual que ocurre con todos los pecadores de entre los hombres, el pecado de este hijo de Amittai estuvo en su voluntaria desobediencia del mandato de Dios, que consideró un mandato arduo –no importa ahora cuál fuera ese mandato, o cómo se hiciera llegar–. Pero todas las cosas que Dios nos hace hacer son arduas de hacer para nosotros –recordad eso–, y de ahí que Él, a nosotros, nos ordene con mayor frecuencia que se esfuerza en persuadirnos. Y si obedecemos a Dios, debemos desobedecernos a nosotros mismos; y es en este desobedecernos en el que estriba la dificultad de obedecer a Dios.
»Con este pecado de desobediencia en sí mismo, Jonás aún desacata más a Dios, buscando huir de Él. Cree que un barco construido por hombres le llevará a países en donde Dios no reina, sino sólo los capitanes de esta tierra. Merodea por los muelles de Jope, y busca un barco que se dirija a Tarsis. Aquí se oculta, quizá, un significado ignorado hasta la fecha. Según todos los cálculos, Tarsis no pudo haber sido otra ciudad que la moderna Cádiz. Ésa es la opinión de los instruidos. ¿Y dónde está Cádiz, compañeros de tripulación? Cádiz está en España; tan lejos por agua de Jope como Jonás podría haber navegado en aquellos antiguos tiempos, cuando el Atlántico era un mar casi desconocido. Pues Jope, la moderna Jafa, compañeros, está en la costa más oriental del Mediterráneo, la siria; y Tarsis o Cádiz, más de dos mil millas al oeste de allí, justo en el exterior del estrecho de Gibraltar. ¿No veis entonces, compañeros, que Jonás buscaba huir de Dios al otro lado del mundo? ¡Hombre miserable! ¡Oh!, harto despreciable y digno de todo desdén; ocultándose de su Dios, con sombrero gacho y mirada culpable; merodeando entre los barcos como un ruin malhechor que se apresura a cruzar los mares. Su apariencia es tan descompuesta y patibularia que, si en aquellos días hubiera habido policías, Jonás, bajo la mera sospecha de alguna transgresión, habría sido arrestado antes de que tocara una cubierta. ¡Qué notorio es un fugitivo! Ningún equipaje, ninguna sombrerera, valija o talega... Ningún amigo que le acompañe al muelle con sus adioses. Finalmente, tras mucha búsqueda evasiva, encuentra el barco de Tarsis, que recibe los últimos bultos del cargamento; y cuando sube a bordo para ver al capitán en la cabina, todos los marineros, al advertir el malvado visaje del extraño, cesan un momento de cargar las mercancías. Jonás ve esto; mas en vano trata de aparentar calma y seguridad plenas; en vano ensaya su ladina sonrisa. Fuertes intuiciones sobre él aseguran a los marineros que no puede ser un hombre inocente. A su burlona manera, aunque aun así grave, uno susurra a otro... “Jack, ése ha robado a una viuda”; o: “Joe, ¿te fijas en él?, es un bígamo”; o: “Harry, amigo, me parece que es el adúltero que escapó de la cárcel de la antigua Gomorra, o puede que sea uno de los asesinos huidos de Sodoma”. Otro corre a leer el cartel que está clavado en el pilote del muelle al que está atracado el barco, que ofrece quinientas monedas de oro por la detención de un parricida, y contiene una descripción de su persona. Lee, y mira de Jonás al cartel; mientras, todos sus compinchados compañeros rodean ahora a Jonás, dispuestos a echarle las manos encima. Asustado, Jonás tiembla y, haciendo acopio en su rostro de toda su osadía, no consigue sino parecer aún más cobarde. No confesará ser sospechoso; pero eso es en sí profunda sospecha. Así que aguanta lo mejor que puede; y cuando los marineros observan que no es el hombre anunciado, le dejan pasar, y desciende a la cabina.
»“¿Quién está ahí?”, grita el capitán en su atareada mesa de despacho, preparando apresuradamente sus papeles para la aduana. “¿Quién está ahí?”
»¡Oh, cómo desfigura esa inofensiva pregunta a Jonás! Durante un instante casi se vuelve para huir de nuevo. Pero se recompone.
»“Busco pasaje en este barco a Tarsis; ¿cuándo zarpáis, señor?”.
»Hasta ese momento el atareado capitán no ha alzado la vista hacia Jonás, aunque el hombre está ahora ante él; pero en cuanto escucha esa voz hueca, lanza una mirada indagadora.
»“Zarpamos con la próxima marea”, al final lentamente respondió, todavía mirándole con fijeza.
»“¿Más