Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez

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Arroz y tartana - Vicente Blasco Ibanez

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a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.

      Doña Manuela avanzó el labio superior en señal de desprecio.

      —¡Valiente compra! ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás... ni llenarás mucho el estómago.

      —No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con un par de criados. Únicamente los que tienen millones pueden ser rumbosos.

      Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.

      —Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.

      —Adiós, avaro....

      Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cariñosas y en su interior rebosase el afecto.

      La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las pequeñas tinajas.

      Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, con su aderezo de perlas y pañuelo de seda de vivos colores. Doña Manuela continuaba haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extraños para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entrañas jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los pimientos y tomates, con sus rubicundeces falsas de productos casi artificiales; los guisantes en sus verdes fundas; todo apetitoso y exótico, pero tan caro, que al oír sus precios retrocedían con asombro los buenos burgueses que por espíritu de economía iban al Mercado con la espuerta bajo la raída capa.

      Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva.

      Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del Mercado. El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos asomando entre la amarillenta grasa con una armonía de tonos que recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar un Herodes exterminando la inocencia.

      Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los bordes, y en el rostro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal humor. ¡Vaya una compra! El bolso de doña Manuela parecía un cántaro sin fondo que iba regando de pesetas todo el Mercado.

      Abandonaron las carnicerías para entrar en el mercado de la fruta, entre los dos pórticos. La gente arremolinábase en las entradas, y allí fue donde doña Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta persecución que sufría. Había sentido varias veces una tímida mano deslizándose más abajo de su talle; pero ahora era más: era un pellizco desvergonzado lo que venía a atormentarla audazmente en sus redondeces de buena moza.

      Volvió rápidamente la cabeza... y ¡mire usted que estaba bien...! ¡Un señor venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquerías! Doña Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso, que el sátiro retrocedió, levantando el embozo de la capa con sus audaces manos.

      Siguió adelante la ofendida señora, pero a los pocos pasos la detuvo el escándalo que estalló a su espalda. Sonó una bofetada y la voz de Visanteta gritando a todo pulmón: «¡Tío morra!», repitiendo la frase un sinnúmero de veces con la furia de una virtud salvaje que quiere enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente parábase entre asombrada y curiosa, el cochero reía abriendo sus quijadas de a palmo, y el vejete, cabizbajo, como si todo aquello no rezase con él, escurríase discretamente entre el gentío. Era que la amazona de la huerta, al sentir el primer pellizco del viejo pirata, había contestado con una bofetada, contenta en el fondo de que alguien pusiera a prueba su virtud.

      La señora la hizo callar, muy contrariada por el escándalo, y siguieron la marcha, mientras Nelet, alegre por este incidente que rompía lo monótono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en qué sitio la habían pellizcado, y sentía un escalofrío de gusto cada vez que ella, ruborizándose, le llamaba «animal» y «descarado ».

      La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía días antes de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos, y redondas y con festones otras, como bonetes de paje; y un poco más allá, los «tíos» de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celosía formada por los racimos de dátiles de un amarillo rabioso.

      Cuando la señora y sus criados volvieron a la gran plaza, detuviéronse en la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de heliotropo y violeta salía de allí, perdiéndose en la pesada atmósfera de la plaza.

      Doña Manuela estaba inmóvil, repasando mentalmente sus compras para saber lo que faltaba. La muchedumbre se agitó con nervioso oleaje, despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez el rebaño de la miseria, greñudo, sucio, con las ropas caídas, pasó azorado y veloz con triste chancleteo, arrollándolo todo, mostrando la palidez del hambre a la muchedumbre glotona y feliz.

      Doña Manuela dio sus órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones y otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la «tienda».

      Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de doña Manuela, la «tienda» era por antonomasia el establecimiento de Las Tres Rosas, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.

      Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto más concurrido del Mercado, participaba del carácter de estas dos vías comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a los huertanos un variado surtido de mantas, fajas y pañuelos de seda, y a las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta señorita, atraída por la abundancia de géneros de aquel comercio a la pata la llana que odiaba los reclamos, ostentando satisfecho su título de Casa fundada en 1832, y cifraba su orgullo en afirmar que todos los géneros eran del país, sin mezcla de tejidos ingleses o franceses.

      Doña Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa, Antonio Cuadros, sucesor de García y Peña, colgaban largas cortinas formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados borlajes y apretadas filas de madroños; fajas obscuras, matizadas a trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pañuelos de seda con piezas de docena,

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