Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez
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Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?... Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.
El príncipe se vió arrastrado por los sucesos de un modo brusco. Una fuerza misteriosa é irresistible le empujaba, le hacía perder el equilibrio en lo más alto de aquella vida tan dulce, tan amplia, coronada de un halo de gloria. Después rodó solo, por su propia inercia, y cada escalón le reservaba un golpe más fuerte, una sorpresa más dolorosa. ¿Hasta dónde llegaría en su derrumbamiento?... ¿Qué podría encontrar al final de esta caída ilógica?...
Las entrevistas con su administrador de París le parecieron algo que transcurría en otro planeta, sometido á leyes absurdas. Estas conferencias las terminaba siempre dando la misma orden:
—Busque usted dinero. Pida prestado... Yo soy el príncipe Lubimoff, y esto no puede durar. Venzan unos ó venzan otros (me da lo mismo), el orden se restablecerá, y yo pagaré inmediatamente á mis acreedores.
Pero el administrador le contestaba con un gesto de desaliento. ¿Encontrar dinero sobre bienes que estaban en Rusia?... Valiéndose del antiguo prestigio del príncipe, había podido realizar varios empréstitos; mas transcurría el tiempo y los intereses enormes iban acumulándose. Lubimoff, á pesar de haber simplificado sus gastos y suprimido sus pensiones, necesitaba mucho dinero para vivir.
La caída del zarismo fué una esperanza para este magnate que odiaba al gobierno imperial. «Con la República se acelerará el fin de la guerra y volveremos al buen orden.» Su egoísmo le hacia concebir una República preocupada, ante todo, de devolver sus riquezas á los seres dichosos por su nacimiento. Los delgados hilillos de su fortuna que aún llegaban con intermitencias hasta París se cortaron de pronto: la fuente de su riqueza estaba seca. El desmoronamiento de todo un mundo había cegado su boca, tal vez para siempre.
—Hay que vender, Alteza—decía el administrador—; hay que desprenderse de todo lo superfluo. Liquidemos á tiempo. ¡Quién sabe hasta cuándo durará lo presente!
El yate estaba inmóvil en el puerto de Mónaco. Casi toda su tripulación, compuesta de italianos, franceses é ingleses, lo había abandonado para ir á servir en las flotas de sus naciones. Sólo unos cuantos españoles continuaban á bordo, para mantener la limpieza del buque.
El Gaviota II fué rebautizado por el Almirantazgo inglés antes de cederlo á la Cruz Roja. Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital... ¡Qué mundo!
Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad. Su administrador pagó deudas enormes, y él pudo mantenerse en París sin hacer economías; en un París que terminaba su tercer año de guerra con inexplicable confianza, reanudando sus placeres, como si todo peligro hubiese pasado. Sus amores con dos grandes señoras cuyos maridos habían sido llamados á las armas—aunque no estaban en el frente—le hicieron pasar unos meses en Biarritz, en la Costa Azul y en Aix-les-Bains.
Turbó su apoderado estas delicias. Siempre repetía el mismo consejo: «Hay que vender.» La fortuna del príncipe era ya un barco viejo y sin rumbo. El administrador había cegado las antiguas brechas con el producto de la última venta, pero advertía á cada momento nuevas vías de agua.
Miguel Fedor acabó por acostumbrarse á la desgracia, acogiéndola con serenidad.
La venta del palacio construído por su madre le produjo menos emoción que la del yate.
Un cambio se inició al mismo tiempo en sus deseos. Se sintió fatigado de las empresas sensuales, que parecían ser la única finalidad de su existencia. Aquel vigor siempre fresco y renovado que asombraba á Castro se derrumbó de pronto. Pero esto obedecía á una preocupación, más que al desgaste físico.
Se consideraba pobre, y él estaba acostumbrado á pagar regiamente sus amores. No pudiendo recompensar á la mujer con el lujo, huiría de ella, para no ser su deudor y someterse á sus caprichos. Prefería domar al deseo á dejar de satisfacerlo con la grandeza de un señor oriental. Además, ¡estaba tan cansado del amor y de todo lo agradable que puede encontrar un hombre sobre la tierra!...
Pensó en su amigo Atilio, en el coronel, en Villa-Sirena, blanca é irisada por el sol del Mediterráneo, entre olivos y cipreses.
—El diluvio cae sobre el mundo. Tal vez las antiguas tierras vuelvan á emerger; tal vez queden sumergidas para siempre... Vamos á esperar, refugiados en nuestra Arca.
IV
Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa:
—Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.
Y volviendo la espalda al edificio, don Marcos señaló los jardines que se extendían en diversos planos, unos casi al nivel de los techos de la «villa», otros escalonándose en descenso hasta cerca de las olas.
Recordaba el promontorio tal como era cuando la difunta princesa tuvo la humorada de adquirirlo: un antiguo refugio de piratas; una lengua de rocas batidas y desordenadas en los días de viento mistral, con profundas cuevas abiertas por el oleaje roedor, que hacían desmoronarse las tierras superiores y amenazaban fraccionar su longitud en una cadena de isletas y escollos.
—¡Las murallas que hemos levantado!—continuó—. ¡La piedra que hemos metido aquí!... Basta para cercar á toda una ciudad.
Había muros de más de veinte metros que descendían en suave pendiente desde los jardines al mar. En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.
Estos trabajos enormes de albañilería eran el orgullo de Toledo por su costo y su grandeza. Llamaba la atención de su compatriota sobre las proporciones de las murallas, dignas de un monarca de la antigüedad.
—Y no sólo son fuertes—continuó—. Fíjese, profesor: todas son «artísticas».
Los bloques de piedra habían sido cortados en grandes exágonos regulares, y formaban, incrustados unos en otros, un mosaico uniforme, marcándose cada pieza por su reborde de cemento. A trechos se abrían en los muros largas aspilleras para que la tierra expeliese su humedad; pero cada una de estas ventanas cegadas tenía una planta silvestre, una planta de vida dura y acre perfume,