Velas de poder. Eric Barone

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Velas de poder - Eric Barone

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casa de campo que mi tatarabuelo inmigrante construyó en este mágico lugar... el Bolsón. El padre de mi abuelo era un campesino dotado de poderes curativos. Le bastaba acariciar la cabeza de un animal enfermo y éste salía del corral renovado.

      Había emigrado de la Suiza italiana con la esperanza de hacer fortuna en un país nuevo. Luego de varios tropiezos, llegó a Bariloche donde cayó en el más profundo de los encantamientos: ¡toda su juventud pasada en las montañas venía a su encuentro!

      No le costó mucho decidirse; juntó algunas piedras con barro y, con el “sudor de su frente”, además de un inmenso amor al cielo y a la tierra, construyó en el seno del Bolsón esta vieja casa llena de rincones, altillos, escaleras... y, según se decía, de subterráneos. Pero, de los subterráneos, mi abuela rehusaba hablar por miedo a que nosotros, los niños, se nos ocurrieran hacernos exploradores yendo a perdernos en increíbles grutas.

      Dormía serenamente, repito, y viajaba en el más raro de los sueños.

      Era el amanecer, justo el momento en el cual se levanta el sol según su milenaria rutina. Extrañamente, nuestro disco solar estaba marcado por un triángulo “punta arriba”, encima del cual tenía plantada una cruz. En el mismo instante, “una llamada telefónica.” (¡Hacía apenas unos días que nos habían puesto el teléfono!). Me precipité, escuché, y oscilando la cabeza con una mueca irónica, colgué diciéndome que era tan sólo un sueño y volví a acostarme.

      Créanme o no, a las seis y media de la mañana, el ring ring del teléfono me despertó realmente. Tan raro era que salté de mi cama y corrí hasta el aparato.

      Nuestro teléfono estaba sobre el escritorio del primer piso, que había dispuesto justamente frente a la ventana del este. Me senté. Descolgué y miré por el balcón...

      Vi que el sol apenas nacía, y justo en el lugar donde se encontraba, en su exacto centro, un grupo de cinco ramas desnudas de sus rayos, reproducían con toda perfección el símbolo que había visto en mis sueños.

      Ya en un estado de “trance”, terminé de levantar el teléfono y dije un “hola” automático.

      Una voz extraña, con acento netamente extranjero de indefinible origen, me dijo:

      “Buen día, le he enviado un primer mensaje en sus sueños, pero Ud. ha rehusado recibirlo... entonces he decidido llamarlo directamente.

      Le ruego que escuche sin interrumpirme; dispongo solamente de tres minutos de comunicación; no haga preguntas y no intente saber quién soy. Conténtese con lo que le diré”.

      Evidentemente, con una introducción tal, sólo un retrasado mental se burlaría.

      “Mi nombre es Magister LIROLUVILUI, ¡escríbalo!

      ... Hace 108 años, antes de que su tatarabuelo se vaya de Italia le obsequié un baúl, un baúl de madera barnizada, lleno de cajones.

      ¿Sabe Ud. dónde está?”

      Sin reflexionar le contesté: “¡claro!... cuando éramos niños jugábamos con mis hermanos en el altillo. Recuerdo que un día me escondí en este baúl y súbitamente me dormí. Me contaron que la familia entera me buscó durante todo el día. Cuando salí, -despertando tan inexplicablemente como me había adormecido-, recibí de mi padre la única paliza de mi vida. ¡Claro que me acuerdo donde está este baúl!”

      “¡Es exacto! Discúlpeme Ud., con treinta años de retraso, pero yo sugerí mentalmente a su padre que lo castigué así para que no pudiera olvidar este baúl. También quise que Ud. no lo volviera a tocar hasta este presente año. Se había dormido Ud. porque la posición planetaria, que le autorizaba a abrir esta arca, todavía no había llegado.”

      - ¿Qué quiere decir? pregunté.

      “En lugar de creer que está soñando y volver a acostarse, tal como lo hizo en su sueño, le pido que vaya a su altillo, que vacíe este baúl y que saque el quinto cajón de la columna izquierda.

      Tanteando el fondo del hueco por donde se desliza el cajón, Ud. encontrará un clavo que apenas sobresale. Con una pinza, Ud. tomará este clavo y lo arrancará tirando fuertemente hacia sí.

      Por el momento Ud. va a colgar el auricular.

      Dentro de siete días, en la séptima hora y exactamente en el séptimo minuto, Ud. mismo me llamará”.

      Ya tendía mi mano para anotar el número sobre mi agenda, cuando lo oí exclamar irónicamente...

      “¡No! Inútil escribir sobre su agenda. Recordará fácilmente mi teléfono.

      A la hora exacta, marqué el número cero y dejé sonar tres mil trescientas treinta y tres veces exactamente. Le contestaré cuando llegue a esta cifra.”

      ...CLAC...

      La comunicación estaba cortada.

      Qué raro personaje éste... ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Magister LIROLUVILUI.

      Por suerte que escribí su nombre en un papel. ¿Es real o es un nuevo sueño?

      En todo caso, tenía razón, en lugar de volver a acostarme mejor sería que tome un café y que vaya a verificar que pasa con este baúl.

      Me sucedió la más extraordinaria cadena de contratiempos de toda mi vida... como si todo el mundo deseara que este baúl siguiera inaccesible y que volviera a acostarme.

      Llamó mi suegra para decirme que quería venir a almorzar. ¡Qué mala suerte!

      El colador de café no funcionaba más y, aunque hubiera funcionado, ayer había olvidado el café en el almacén, a veinte kilómetros.

      

      El té ya había sido consumido... por nuestro gato. No es que sea un gato inglés, pero como le encanta jugar con todo lo que olvidamos sobre las mesas, los tres últimos saquitos se transformaron en ratones imaginarios que él persiguió por toda la casa.

      La llave del altillo estaba inencontrable; el último escalón casi se derrumbó cuando me apoyé encima; el destornillador era demasiado gordo y sólo el martillo fue mi único recurso para vencer la adversidad de la puerta del desván.

      Busqué, derrumbé toneladas de polvo, saludé a miles de arañas molestadas en su intimidad.

      Tres ratones dejaron de festejar; un murciélago con una cara de vieja bruja sin escoba, intentó despeinarme y obligarme a huir gritando... pero ¡he resistido!... además, un viejo maniquí que mi tatarabuela, costurera, empleaba para coser jubones y corsé sobre sus clientes de la burguesía local, y un viejo esqueleto que mi abuelo, médico al fin, jamás se resignó a sacar de su consultorio. (En verdad, él también tenía la reputación de curar más con sus manos que con la medicina.)

      Finalmente llegué al viejo baúl, con mi amor propio dolorido.

      Lo abrí. Recibí una avalancha de viejos libros de medicina mezclados con libros de astrología, ocultismo, y de símbolos. Por curiosidad agarré uno de ellos y miré la fecha de edición:

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