El excéntrico señor Dennet. Inma Aguilera

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El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera HQÑ

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cuentas, él era el dueño de la casa y yo había aceptado la invitación de su servicio y de su hermana pequeña.

      Sin embargo, él negó con la cabeza:

      —En absoluto, yo…

      —Por supuesto que no debe sentirlo —continuó la señora Soler por él para mi absoluto asombro por sus confianzas. Y eso no fue nada para lo que añadió—: En todo caso debería disculparse él, que cuando se mete en su trabajo se olvida completamente del mundo y de los demás.

      Dennet arqueó una ceja y dibujó una mueca de reproche mientras terminaba de cerrarse la camisa.

      Nunca había visto a una cocinera interrumpir o dirigirse así a su señor. Aunque tampoco sonreírle con tanta ternura a la vez que le ofrecía algo que comer.

      —A ver cuándo aprende a relajarse un poco, señorito —le dijo con cierto tono maternal, poniéndole un plato de pan y algo de zumo en la mesa—. Un día va a estallar de tantas ideas que surgen en esa cabeza.

      Este le dedicó una expresión agradecida a la par que cariñosa mientras tomaba asiento a mi lado.

      Puesto que no me dijo nada, continué de pie.

      Me incliné ligeramente, con prudencia:

      —¿De verdad le parece bien que me siente?

      Él sacudió la cabeza, como si no hubiese deparado en algo fundamental. Más bien en alguien. Y me indicó con la mano que me acomodara, restando importancia.

      —Por supuesto que sí —asintió con cierto apuro y se llevó las manos al cabello para adecentarse un poco—. La señora Soler tiene razón. A veces me introduzco demasiado en mis proyectos.

      Yo le miré con curiosidad, y no solo por lo simpático que me resultó el contraste de su glamuroso porte con la distendida manera de servirse el desayuno.

      —¿Puedo saber en qué consisten esos proyectos para resultar tan absorbentes? —pregunté sin contenerme.

      De repente, Adriana, el señor Johansen y la señora Soler dejaron todo lo que estaban haciendo para observarnos con atención. Pendientes a lo que Dennet iba a responderme.

      Muy consciente de ello, él esbozó una sonrisa tímida y enigmática:

      —Digamos que requieren tener en cuenta demasiadas variables como para poder despistarme de alguna de ellas.

      —¿Tantas variables precisa el transporte? —formulé con notable interés. Y su sorpresa me llevó a insistir—: Es eso a lo que se dedica su empresa, ¿no es así?

      Dennet aguardó manteniéndome la mirada, a la vez que nuestros acompañantes fingían seguir con sus atenciones.

      —Justamente —asintió él. Condujo su dorada mirada a las tostadas, pese a que fue evidente que seguía pendiente de mí—. Discúlpeme, pero no voy a ocultar que sigo muy impresionado por su puntualidad, Nía.

      —Dudo que mi puntualidad impresione a un hombre que colecciona tantos relojes —señalé haciéndole reír—. Cuesta creer que descuide su tiempo disponiendo de tantos indicadores para recordárselo.

      —¿De verdad cree que los relojes indican mi tiempo?

      Aquello originó otro silencio en la estancia. Y de nuevo los otros tres permanecieron atentos a mi réplica.

      Eso me llevó a arrugar el ceño:

      —¿Para qué si no sirve un reloj?

      Dennet me escudriñó entonces con intensidad.

      Luego esbozó una sonrisa y se centró en su bebida.

      —Una reflexión muy lógica —puntualizó con sencillez. A continuación, miró a su hermana, quien estaba a punto de beberse su café con gran placer, pero le puso la mano sobre la taza para centrar su atención—. Hablando de tiempo, y para no hacer perder el suyo ya que ha tenido el detalle de ser tan precisa, qué menos que ponerse cuanto antes con sus lecciones, ¿no crees, Adriana?

      —Por mi parte, claro. —Se encogió la joven de hombros mientras se giraba hacia mí con la más bella de sus expresiones—. ¿Qué va a enseñarme primero, señorita Nía?

      El señor Johansen se llevó la mano a la cara por la forma en la que había decidido llamarme la señorita Adriana. Dennet, lejos de reñirla, no pudo más que sonreír. Y dada su desenvoltura me vi obligada a consentírselo. Después de todo, su pregunta me pilló desprovista.

      —Lo cierto es que no traje sopesado nada en concreto —repuse sincera, a lo que añadí con cierta presteza—: Me gustaría primero conocer en qué punto se encuentran ahora sus conocimientos y seguir desde ahí.

      Dennet dio un sorbo a su zumo sin apartar su amarilla vista de mí, detalle que me tenía algo turbada. Pero procuré mantener la atención en Adriana.

      —Acabo de empezar con mis estudios —reveló ella con algo de pudor—, salvo lo más clásico, no conozco mucho más.

      Medité con actitud analítica:

      —¿Por «clásico» debo suponer a Shakespeare?

      La joven arrugó el gesto y pareció dudar, buscó en su hermano algún tipo de indicación, a lo que este le dedicó un simple asentimiento de cabeza.

      Así que Adriana volvió a contemplarme decidida:

      —Sí, Shakespeare sería un buen comienzo.

      —De acuerdo —convine, y junté los dedos a la par que me erguía para tomar una postura distinguida y de autoridad—. ¿Ha leído alguna obra suya?

      —Alguna sí —respondió poco convencida.

      —¿Cuál?

      —Entera… creo que solo El sueño de una noche de verano.

      —Esa es formidable para empezar —determiné metida en mi papel de institutriz—. Le diré lo que haremos, a ver qué le parece. Esta semana, empezando por hoy mismo, dedicaremos las mañanas a leer algunos pasajes de dicha obra para analizarlos. ¿Disponemos de su versión en inglés? —pregunté dirigiéndome a Dennet. Y puesto que me confirmó con la cabeza, proseguí—: A su vez, le mandaré otra de sus creaciones para que la vaya leyendo por las tardes con el propósito de repetir el proceso la semana que viene. De este modo trabajaremos con el idioma, el análisis de texto y del estilo del autor mientras usted sigue leyendo.

      Adriana mostró una expresión bastante atónita, puede que asustada, lo cual me preocupó:

      —¿Es mucho pedir quizás?

      —Es perfecto —respondió Dennet por su hermana, a la que quiso forzar recalcando sus palabras—, ¿a que es un plan perfecto, Adriana?

      —¿Lo es? —curioseó ella hacia su hermano manteniendo la expresión, y puesto que este intensificó la mirada, no sin algo de desgana, terminó por asentir hacia mí—: Lo veo bien, señorita Nía.

      Yo sonreí y me puse de pie:

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