Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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que vendrá el día en que tendré que dejarla para siempre, para no volver a verla más? Si el tigre me hiere, permanecería bajo el mismo techo que usted, volvería a gozar de las dulces emociones que sentí cuando yacía herido en el lecho. ¡Sería feliz oyendo otra vez su voz, recibiendo sus miradas y sus sonrisas! Milady, usted me ha hechizado; presiento que no podré vivir lejos de usted. ¿Qué ha hecho de mi corazón, siempre inaccesible a todo afecto? Míreme, con sólo estar a su lado siento temblar mi cuerpo y la sangre me quema las venas.

      Al oír tan apasionada e imprevista confesión, Mariana quedó muda; pero no hizo movimiento alguno por retirar las manos que el pirata estrechaba con frenesí.

      —No se moleste si le confieso mi cariño -prosiguió el Tigre con voz que llegaba como una música al corazón de la huérfana-, si le digo que yo, aun cuando pertenezco a una raza de color, la adoro como una diosa, y que usted también algún día me querrá. ¡Tan poderoso es el amor que arde en mi pecho, que por usted sería capaz de luchar contra los hombres, contra el destino, contra Dios! ¿Quiere ser mía? ¡Yo la haré la reina de estos mares, la reina de la Malasia! Pida lo que quiera y lo tendrá. Tengo oro suficiente para comprar diez ciudades; tengo barcos, cañones, soldados, soy más poderoso de lo que pueda usted suponer.

      —Pero, ¿quién es usted? —preguntó Mariana, aturdida por aquel aluvión de promesas y fascinada por esos ojos que parecían arrojar llamas.

      —¿Quién soy? —exclamó el pirata—. En derredor mío hay sombras que por ahora es mejor no esclarecer. Dentro de esas tinieblas hay algo terrible. ¡Llevo un nombre que no sólo aterroriza a todos los pueblos de estos mares, sino que hace temblar al sultanato de Borneo, y hasta a los ingleses de esta isla!

      —¿Y usted, que es tan poderoso, dice que me quiere? —murmuró la niña con voz ahogada.

      —Tanto, que por usted me sería posible todo. La amo con ese amor que lleva a realizar milagros y delitos a la vez. Póngame a prueba; hable y le obedeceré como un esclavo. ¿Quiere que sea rey para darle un trono? ¡Lo seré! ¿Quiere que yo, que la amo hasta la locura, me vuelva a mis tierras? ¡Me iré, aunque tenga que condenar a mi corazón a un eterno martirio! ¿Quiere que me mate delante de usted? ¡Me mataré! ¡Hable, milady, hable!

      —Pues bien, sí, ¡quiérame! —murmuró ella, que se sentía dominada por tanto amor.

      El pirata dio un grito, uno de esos gritos que rara vez salen de una garganta humana. Casi al mismo tiempo resonaron dos o tres disparos.

      —¡El tigre! —exclamó Mariana.

      —¡Es mío! —gritó Sandokán.

      Clavó las espuelas en el vientre del caballo y partió como un rayo, con los ojos encendidos y el kriss en la mano, seguido por Mariana, que se sentía atraída hacia aquel hombre que tan audazmente se jugaba la existencia para sostener una promesa.

      Trescientos pasos más allá estaban los cazadores. Delante de ellos avanzaba el oficial de marina, apuntando con su fusil hacia un grupo de árboles.

      Sandokán se tiró de la silla gritando: -¡El tigre es mío!

      Él mismo parecía otro tigre. Daba saltos y rugía como una fiera.

      —¡Príncipe! —gritó Mariana, que también descendió del caballo.

      Pero Sandokán no oía a nadie en ese momento y continuaba adelantándose a la carrera.

      El oficial, que lo precedía unos diez pasos, al oírlo acercarse apuntó rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre, que estaba al pie de un gran árbol, con las pupilas contraídas, abiertas las poderosas garras y dispuesto a lanzarse sobre cualquiera.

      No se había disipado todavía el humo cuando se le vio atravesar el espacio con ímpetu tremendo y derribar al imprudente y poco diestro oficial.

      Iba a volver a saltar para arrojarse sobre los cazadores, pero ya Sandokán estaba allí. Aferró firmemente el kriss, se precipitó sobre la fiera y antes de que ésta tratara de defenderse, la derribó en tierra y le apretó el cuello con tanta fuerza que ahogó sus rugidos. —¡Mírame! —dijo—. ¡Yo también soy un tigre! Grandes gritos acogieron la proeza. El pirata arrojó una mirada despectiva al oficial y se volvió hacia la joven, que permanecía muda de terror y de angustia, y le dijo con un gesto que hubiera envidiado un rey:

      —¡Milady, la piel de este tigre es suya!

      R

      El almuerzo ofrecido por lord James a los invitados fue uno de los más espléndidos y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.

      Se brindó repetidas veces en honor de Sandokán y de la intrépida Perla de Labuán.

      Al pasar las horas, la conversación se hizo animadísima; discutían acerca de tigres, cacerías, piratas, barcos. únicamente el oficial de marina estaba silencioso y parecía muy ocupado en estudiar a Sandokán, pues no apartaba de él la vista ni un solo instante.

      De pronto se dirigió al Tigre, que estaba hablando de la piratería, y le dijo con brusquedad:

      —Dígame, príncipe, ¿hace mucho tiempo que llegó a Labuán?

      —Hace veinte días —contestó el Tigre.

      —¿Por qué razón no he visto en Victoria su barco?

      —Porque los piratas me robaron los dos paraos que me conducían.

      —¡Los piratas! ¿Lo atacaron los piratas? ¿Dónde?

      —En las cercanías de las Romades.

      —¿Cuándo?

      —Pocas horas antes de mi arribo a estas costas.

      —Seguramente se equivoca usted, príncipe, porque precisamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no llegó a nosotros el eco de ningún cañonazo.

      —Pudiera ser, porque el viento soplaba de Levante —contestó Sandokán, que principiaba a ponerse en guardia, sin saber adónde iba a parar el oficial.

      —¿Cómo llegó usted aquí?

      —A nado.

      —¿Y no asistió a un combate entre un crucero y dos barcos corsarios, que decían que iban mandados por el Tigre de la Malasia?

      —No.

      —¡Es extraño!

      —¿Usted pone en duda mis palabras? —preguntó Sandokán poniéndose de pie.

      —¡Dios me libre de ello, príncipe! —contestó el oficial con ligera ironía.

      —Baronet William —intervino el lord—, le ruego que no promueva una disputa en mi casa.

      —Perdóneme, milord, no tenía esa intención —respondió el oficial.

      —Entonces, no se hable más. Bajaron todos al parque.

      —¿Me

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