Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
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—¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.
—Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.
Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:
—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!
R
Capítulo 2: Ferocidad y generosidad
A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.
Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos. Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.
—¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.
—Todo está dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.
—¿Y los hombres?
—En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.
—¡Gracias, Yáñez!
—No me des las gracias; quizá haya preparado tu ruina.
—No temas, seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha regresaré.
—¡Condenada mujer! ¡De buena gana estrangularía al que te habló de ella!
Llegaron al extremo de la rada, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.
Había malayos de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, famosos por su ferocidad; otros de color más oscuro, conocidos por su pasión por la carne humana; dayakos de alta estatura y bellas facciones; siameses, cochinchinos, indios, javaneses y negritos de enormes cabezas y facciones repulsivas.
Sandokán echó una mirada de complacencia a sus tigrecitos, como él los llamaba, y dijo:
—¡Patán, adelante!
Se adelantó un malayo vestido con un simple sayo y adornado con algunas plumas.
—¿Cuántos hombres tiene tu banda?
—Cincuenta.
—¿Son buenos?
—Todos tienen sed de sangre, Tigre de la Malasia.
—Embárcalos en aquellos dos paraos, y cédele la mitad a Giro Batol, el javanés.
El malayo se alejó rápidamente, volviendo junto a su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a una simple señal de Sandokán no hubieran dudado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser todos mahometanos.
—Ven, Yáñez —dijo Sandokán en cuanto los vio embarcados.
Pero en ese momento los alcanzó un feísimo negro, uno de esos horribles negritos que se encuentran en el interior de casi todas las islas de ¡a Malasia.
—Vengo de la costa meridional, jefe blanco —dijo el negrito a Yáñez—. He visto un gran junco que va hacia las islas Romades.
—¿Iba cargado?
—Sí, Tigre.
—Está bien, dentro de tres horas caerá en mi poder.
—¿Después irás a Labuán?
—Directamente, Yáñez.
—¡Adiós, Sandokán, que te guarde tu buena estrella!
—No temas, seré prudente.
Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un entusiasta grito:
—¡Viva el Tigre de la Malasia!
—¡Zarpemos! —ordenó el pirata.
—¿Qué ruta? -preguntó Sabau, que había tomado el mando del barco más grande.
—Derecho a las islas Romades —contestó el jefe. Volviéndose hacia la tripulación, gritó:
—¡Tigrecitos, abran bien los ojos! ¡Tenemos que saquear un junco!
Los dos barcos con los cuales iba a emprender el Tigre su audaz expedición, no eran dos paraos corrientes. Sandokán y Yáñez, que en cosas de mar no tenían competidor en toda la Malasia, habían modificado sus veleros para hacer frente con ventaja a las naves enemigas. Conservaron las inmensas velas, pero dieron mayores dimensiones y formas más esbeltas a los cascos, al propio tiempo que reforzaron sólidamente las proas. Además eliminaron uno de los dos timones para facilitar el abordaje.
A pesar de que ambas naves se encontraban todavía a gran distancia de las Romades, apenas difundida la noticia de la presencia del junco, los piratas empezaron a ejecutar las operaciones necesarias para disponer el combate.
Se cargaron los dos cañones; llevaron al puente balas y granadas de mano, fusiles, hachas y sables de abordaje. Sandokán parecía participar de la ansiedad e inquietud de sus hombres. Paseaba de popa a proa con paso nervioso, escrutando la inmensa extensión de agua, mientras apretaba con rabia la empuñadura de oro de su magnífica cimitarra.
A las diez de la mañana desapareció en el horizonte la isla de Mompracem, pero el mar continuaba desierto. Ni un penacho de humo que indicara la presencia de un vapor, ni un punto blanco que señalara la cercanía de un velero.
Una gran impaciencia comenzaba a apoderarse de las tripulaciones; los hombres subían y bajaban las escalillas maldiciendo.
De pronto, poco después de mediodía, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:
—¡Nave a sotavento!
Sandokán