Pacto entre enemigos. Ana Isora

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Pacto entre enemigos - Ana Isora HQÑ

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a sus propios hombres.

      Marco asintió y dio las órdenes pertinentes. Podían ver el castro en la lejanía y sentir el olor del humo y el fuego.

      —¡Vamos! —ordenó a los suyos—. Ha llegado la hora de luchar por Roma. ¡Que esas bestias vean lo que somos capaces de hacer defendiendo a nuestros compañeros! ¡Adelante!

      Los hombres corrieron en formación hacia la muralla, guiados por sus centuriones. Marco tensó los músculos antes de lanzar el primer pilum. Casi podía sentir el miedo en los ojos de sus enemigos, paralizados por el horror.

      Esta vez, la angustia estuvo a punto de doblegarla, pero la líder hizo un esfuerzo por mantenerla al margen. No podía dejarse dominar por el pánico, no debía. Los romanos lo tendrían demasiado fácil entonces.

      —Era una trampa —murmuró—. ¡Era una trampa! Son muchos más. ¡Bilinos, pon más hombres en las puertas! ¡Asegúralas cueste lo que cueste! Y traednos más proyec…

      Aldana soltó un leve quejido. Al principio fue solo como si la empujaran. Pero luego, cuando miró hacia su hombro, vio que una flecha acababa de enterrársele cerca de la clavícula.

      —Aggg —musitó. Dolía.

      —¡Aldana! —Uno de los hombres se dirigió hacia ella, que le ordenó detenerse. No quería que acabase igual que Abieno—. ¡No puedes luchar así! —exclamó, furioso—. ¡Te han dado!

      —Ciertamente, no puedo seguir disparando —comentó ella, como quien habla de la lluvia. La pérdida de sangre la aturdía, y era consciente de ello—, pero puedo hacer otras cosas. Devuélveles el golpe tú —dijo, levantándose con dificultad—, me voy hacia las puertas. Voy a ayudar… ya sabes.

      El soldado quiso oponerse, pero Aldana ya estaba bajando por la escalerilla. Se sentía idiotizada por el impacto, y solo rogaba aguantar lo suficiente como para cumplir su misión. Prefería morir allí, de todas formas. Los romanos nunca la tendrían.

      —Elaeso, cuando llegue el momento… Los ancianos y los niños… Ya sabes —explicó, al llegar ante las puertas.

      El soldado asintió. Los hombres y guerreros iban a perecer allí si eso se terciaba, pero para sus familias habían elaborado una posible salvación semanas antes. Aunque todo el mundo esperaba no tener que llegar a ello, porque significaría que no quedaba otra posibilidad.

      De momento, la puerta aún resistía… pero los romanos estaban acabando de preparar el ariete.

      Su compañero miró hacia la entrada.

      —Es mejor que vayas ya, aunque no hayan conseguido subir —dijo. El miedo se podía leer en sus ojos, y no por él mismo. Tenía pareja—. Ve y ponlos a salvo primero, por favor.

      Aldana asintió, cansada:

      —Lo haré, no te preocupes. Pero antes… ¿Nadie piensa darle un buen golpe a su centurión? Recordad que quiero su penacho —bramó a los centinelas, con un buen humor suicida.

      Elaeso sonrió, triste.

      —Apenas nos quedan ya flechas. Sin embargo… —dijo, y cogió una honda— tenemos otros recursos.

      Marco se hallaba tan concentrado trepando por una de las escalas que apenas vio llegar el proyectil. Él era uno de los que más peligro corría: los adornos de su uniforme lo hacían inconfundible, y las bajas entre los centuriones siempre duplicaban a las de la tropa rasa, pese a lo cual se les pedía que inspirasen a los demás con su valor. Por eso, los oficiales solían morir realizando proezas, y ese hubiera sido su mismo destino si la casualidad no hubiese querido que se apartase. Pese a todo, no lo suficiente.

      —¡Mierda! —maldijo. El golpe fue tan poderoso que le hizo caer.

      —¡Centurión!

      Un legionario se acercó a él, protegiéndolo con el escudo para evitar que los astures lo acribillasen.

      —¿Es grave? —musitó, confuso, antes de mirarlo por sí mismo.

      Lo era. El proyectil se le había hundido en la pierna, destrozándole la musculatura. No había tocado ningún órgano vital, pero se hallaba en un punto que ya había resultado herido días antes. El soldado le ayudó a incorporarse, con el escudo en alto, y lo llevó a la retaguardia, donde trabajaban los doctores de la legión. Marco enseguida fue atendido por un doctor de modales hoscos pero mano experta.

      —¿Podré… podré luchar hoy? —se atrevió a decir.

      —Tú sal ahí afuera y verás lo que te pasa —replicó, con gesto adusto—. Si quieres perder la pierna, entonces ve. Si no, calla y déjame trabajar.

      Marco se dejó caer, con un gruñido de frustración. Dolía, pero eso no era todo. Él llevaba años preparándose y aprendiendo; y había tenido que colaborar con Publio para ver el fin de los astures y someterlos a todos de una buena vez. Hubiese querido destacarse en la lucha, pero en su lugar se hallaba postrado en el suelo, desangrándose, mientras rogaba a Esculapio que tuviese clemencia y no lo dejara inválido como a muchos de sus compañeros.

      Un soldado se le acercó.

      —Centurión —dijo—, le he comunicado al laticlavius este revés. Me ha encargado decirle que no se preocupe —repuso, para tranquilizarle—. Las defensas astures están a punto de ceder. Mire.

      Marco hizo un esfuerzo por incorporarse. Los astures se estaban viendo desbordados por la legión. Algunos peleaban con saña, pero su victoria era imposible. El castro rebelde le recordó a Marco aquellas construcciones de arena hechas por los niños que acababan siendo engullidas por la marea. En el fondo, solo era cuestión de tiempo.

      —He dado muerte a otro centinela —comentó el militar, satisfecho—. A los astures apenas les quedan proyectiles, estamos aniquilando a los guardianes. No queda mucho: debo volver. —Se cuadró, con respeto.

      Marco hizo un asentimiento y lo observó marchar, deseando estar situado en un punto que le permitiese ver la batalla. Pero la espera fue corta. Poco después de que el legionario se despidiese, Marco empezó a escuchar unos salvajes alaridos de júbilo y maldiciones en lengua indígena. Los primeros empleaban el latín y habían conseguido saltar la muralla. El médico, que estaba junto a él otra vez, cosiéndole, sacudió la cabeza.

      —Vae victis —repuso—. “¡Ay de los vencidos!”

      Marco no dijo nada, pero en su interior pensó que tenía mucha razón. El infierno acababa de empezar para los rebeldes.

      —¡Noooo!

      Aldana escuchó este grito desde el otro extremo del pueblo, y supo que había pasado lo peor. La mayoría de los hombres habían muerto cuando ella se retiró con las familias; pero no esperaba que los romanos pudiesen superar sus defensas tan pronto.

      Miró hacia las mujeres, que habían enmudecido, e intentó animarlas con una actitud tranquila que estaba lejos de sentir.

      —Ya estáis casi fuera —dijo—: una vez que atraveséis los túneles viviréis sin preocupación. Los romanos no conocen el terreno y no podrán buscaros.

      —Pero,

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