Una novia indómita. Stephanie Laurens
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—No me lo digas —la voz de barítono del hombre que había permanecido en silencio contrastaba con las más agudas de los otros dos—. Mataron a MacFarlane, pero no encontraron la carta.
—Eso es —la voz del primer interlocutor estaba cargada de ira y frustración.
—Entonces por eso matamos a MacFarlane… me lo estaba preguntando —el tono frío del segundo interlocutor no dejaba traslucir emoción alguna—. Supongo que no le sacarían nada importante antes de morir.
—No. Pero uno de los soldados que permaneció junto a él al final reveló que MacFarlane le entregó un paquete a la sobrina del gobernador antes de obligarla a proseguir su marcha —el primer interlocutor alzó una mano para impedir que los otros dos lo interrumpieran—. Esta mañana he tenido noticias de Holkar. Cuando supo que habían llegado a Bombay, se dirigió a Satara y me envió una nota.
—Ya nos ocuparemos como es debido de Holkar más adelante —intervino el segundo interlocutor.
—Así es —el rostro del primero estaba sonrosado por la anticipación—. Así lo haremos. Sin embargo, en cuanto tuve conocimiento de la carta, hice que Larkins hiciera algunas averiguaciones entre el personal del gobernador. Al parecer, la señorita Ensworth, la sobrina, llegó muy alterada, pero aquella misma tarde se dirigió al fuerte con una doncella. Alguien oyó a la doncella mencionar que, al saber de la muerte de MacFarlane, la dama había ido en busca del coronel Delborough, encontrándolo en el bar de oficiales, y le entregó un paquete.
—De modo que no hay motivo alguno para seguir a la señorita Ensworth pues, aunque haya leído la carta, ella no sabe nada que merezca la pena.
—Cierto —contestó el primer interlocutor—. Por suerte, ya que cualquier día de estos regresará a Inglaterra.
—Ignoradla —concluyó el segundo interlocutor—. Así pues, Delborough tiene la carta, y Holkar está comprometido. Todo es culpa suya. Vamos a tener que encontrar a otro que nos proporcione hombres y, a juzgar por los últimos progresos de nuestros esfuerzos de reclutamiento, no puede decirse que la pérdida de Holkar sea grave.
Se produjo un momento de silencio, aunque tenso, cargado de irresolución.
Fue el primer interlocutor quien rompió el silencio.
—Eso no tiene nada que ver con el hecho de que tenemos que recuperar la carta.
—¿Para qué molestarnos? —de nuevo habló el hombre de la voz grave—. Delborough no podrá encontrarle más sentido a esta que a las otras misivas nuestras que su grupo ha conseguido reunir. No contienen nada que te asocie directamente, personalmente, con la Cobra Negra. Cualquier sospecha que pueda tener no será más que eso, una sospecha. Sospechas que no se va a atrever a hacer públicas.
—El problema no es lo que contiene esa maldita carta —de nuevo el primer interlocutor se mesó los cabellos. Se apartó de los otros dos y reanudó sus paseos—. El problema es lo que hay sobre esa maldita carta. Está sellada con mi sello personal.
—¿Cómo? —la voz del segundo interlocutor evidenciaba incredulidad—. No puedes hablar en serio.
—Pues sí. Sé que no debería haberlo hecho, pero ¿qué posibilidades había de que esta carta, entre todas las cartas destinadas a Poona, acabara en Bombay y en las manos de Delborough? —habló de nuevo el primer interlocutor—. Era descabellado.
—¿Cómo se te ocurrió escribir una carta en nombre de la Cobra Negra y usar tu condenado sello personal? —la voz de barítono era claramente condenatoria.
—Fue necesario —espetó el aludido—. La carta tenía que salir ese mismo día o perderíamos otra semana más… ya lo discutimos. Estábamos desesperados por conseguir más hombres, Delborough y sus cohortes nos estaban haciendo la vida difícil, y Holkar parecía nuestra mejor opción. Estuvimos de acuerdo en que yo tenía que escribir esa carta, y en que era urgente. Pero el correo de Poona decidió partir temprano, el entrometido pordiosero tuvo las agallas de esperar en la puerta y vigilarme mientras yo terminaba la carta. Se moría de ganas de marcharse. Si le hubiese ordenado que saliera, si le hubiese dicho que cerrara la puerta y esperara fuera, se habría ido sin la carta. Estaba esperando cualquier excusa para irse sin mi carta.
Sin dejar de andar, el primer interlocutor hizo girar el anillo de sello en el meñique de la mano derecha.
—Todos los empleados, incluido ese condenado correo, saben lo de mi anillo de sello. Estando él allí de pie, no podía sacar el de la Cobra Negra de mi bolsillo y utilizarlo. No me quitaba ojo de encima. Dadas las circunstancias, decidí que utilizar mi propio sello era un mal menor. A fin de cuentas, Holkar ya sabe quién soy.
—Ya… —el segundo interlocutor parecía resignado—. Bueno, no podemos permitirnos que seas descubierto —intercambió una mirada con el barítono—. Eso haría mella en nuestro proyecto. Así pues —la mirada se posó en el hombre que no dejaba de caminar de un lado a otro—, habrá que encontrar a Delborough y recuperar la carta incriminatoria.
16 de septiembre, la noche siguiente
Bombay
—Delborough y los tres colaboradores que le quedan, junto con sus criados, abandonaron Bombay hace dos días.
El silencio fue la respuesta al anuncio del primer interlocutor. Los tres conspiradores se habían reunido nuevamente en el patio envuelto en la noche, uno en el sofá, uno en el sillón y el otro paseando por la terraza junto al brillante estanque.
—¿En serio? —preguntó al fin el segundo interlocutor—. Eso es muy inquietante. Aun así, no veo a Hastings interviniendo…
—No han regresado a Calcuta —interrumpió el primer interlocutor tras llegar al final de la terraza y mientras se volvía bruscamente—. Os lo dije hace una semana: ¡han dimitido! Por lo que se dice, en estos momentos van de regreso a Inglaterra.
El prolongado silencio que siguió fue interrumpido por la voz del barítono.
—¿Estás seguro de que les preocupa lo más mínimo esa carta? Es muy fácil no fijarse en un sello, sobre todo si te concentras en la información que hay dentro. Ya han tenido cartas similares en sus manos anteriormente, y saben muy bien que un documento así no les llevará a ninguna parte.
—Me gustaría poder creerlo, que han renunciado y que vuelven a casa, creedme, yo lo haría —el paso agitado del primer interlocutor no cedió—. Pero nuestros espías han informado de que se reunieron en la trastienda de un sórdido bar de la ciudad hace dos días. Cuando salieron, cada uno llevaba uno de esos portarrollos de madera que usan los lugareños para enviar documentos importantes, y entonces se separaron. Cada uno por un camino diferente. Esos cuatro llevan juntos desde mucho antes de arribar a estas costas, ¿por qué regresar a casa cada uno por un camino diferente?
—¿Sabes qué ruta ha elegido cada uno? —la persona sentada en el sofá se irguió.
—Delborough ha hecho lo más obvio: ha embarcado en un barco que se dirige a Southampton, como si fuera directamente a casa. Hamilton tomó un balandro a Aden, como si llevara consigo alguna valija diplomática, pero lo he comprobado y no es así. Monteith y Carstairs han desparecido. Los criados de Monteith tienen