Una novia indómita. Stephanie Laurens
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—¿Qué órdenes les diste a los hombres que enviaste tras ellos? —preguntó el segundo interlocutor.
—Que los mataran, y a cualquiera que los acompañara y, sobre todo, que trajeran de vuelta esos malditos portarrollos.
—Así es —tras una pequeña pausa, fue el segundo interlocutor quien habló—. De modo que tenemos a cuatro hombres camino de Inglaterra, uno con el documento original y tres, supuestamente, haciendo de señuelos. Si la carta con tu sello llega a las manos equivocadas en Inglaterra, nos enfrentaremos a problemas muy serios.
El segundo interlocutor intercambió una mirada con el hombre sentado en el sillón y luego con el primero.
—Tienes razón. Tenemos que recuperar esa carta. Has hecho muy bien soltando a los perros y enviándolos de caza. Sin embargo… —tras dirigir otra mirada al otro hombre, el segundo interlocutor continuó—. Creo que, dadas las circunstancias, nosotros también deberíamos regresar a casa. Si los perros nos fallan, y Delborough y los otros tres alcanzan la costa de Inglaterra, dado el botín que nos ha proporcionado la Cobra Negra, lo más inteligente para nosotros sería estar allí, cerca de la acción, para asegurarnos de que la carta original nunca llegue a manos de alguien capaz de interferir en nuestro negocio.
—Hay una fragata rápida en Calcuta —el primer interlocutor asintió—. Zarpará pasado mañana hacia Southampton.
—¡Excelente! —el segundo hombre se levantó—. Reserva pasajes para nosotros y nuestros empleados. ¿Quién sabe? Puede que lleguemos a Southampton a tiempo para recibir al pertinaz coronel.
—Así es —el primer interlocutor sonrió brevemente—. Me encantará estar presente cuando reciba su justa recompensa.
Capítulo 1
11 de diciembre de 1822
Aguas de Southampton, Inglaterra
Del estaba en la cubierta del Princess Louise, el barco mercantil de mil doscientas toneladas en el que su pequeña servidumbre y él había abandonado Bombay, mientras los muelles de Southampton se acercaban lentamente.
El viento azotaba sus cabellos y unos gélidos dedos se deslizaban bajo el cuello del abrigo. Por todo el horizonte el cielo aparecía de un color gris acerado, pero por lo menos no llovía. Dio gracias por las pequeñas bendiciones. Después del calor de la India, y las cálidas temperaturas vividas durante los días que habían bordeado África, el cambio de temperatura experimentado desde hacía una semana tras dirigirse al norte había supuesto un incómodo recordatorio de la realidad del invierno inglés.
Hábilmente inclinado, el barco avanzaba sobre la corriente, alineándose con el muelle, la distancia disminuyendo por momentos, los gritos de las gaviotas un estridente contrapunto a los bramidos del contramaestre, que dirigía a la tripulación en la arriesgada tarea de detener el pesado barco junto al muelle de madera.
Del echó una ojeada al grupo de personas que aguardaban sobre el muelle para recibir a los viajeros. No se hacía ilusiones. En el momento en que bajara por la pasarela, se reanudaría el juego de la Cobra Negra. Se sentía inquieto, impaciente por entrar en acción, la misma sensación que estaba acostumbrado a sentir en el campo de batalla cuando, montado sobre su inquieto caballo, las riendas bien sujetas, esperaba junto a sus hombres la orden para cargar. Esa misma anticipación lo recorría en esos momentos, aunque con las espuelas bien afiladas.
Al contrario de lo que había esperado, el viaje se había desarrollado sin ningún contratiempo. Habían zarpado de Bombay para darse de bruces con una tormenta que les había obligado a bordear la costa africana con uno de los tres mástiles rotos. Se habían visto obligados a detenerse en Ciudad del Cabo y las reparaciones habían durado tres semanas. Estando allí, su ayudante personal, Cobby, había averiguado que Roderick Ferrar había pasado por allí hacía una semana, a bordo del Elizabeth, una fragata rápida, y que también se dirigía a Southampton.
Del había tomado buena nota y, gracias a ello, no había sucumbido a los cuchillos de los dos asesinos de la secta que se habían quedado en Ciudad del Cabo y que habían embarcado en el Princess Louise, acechándolo en sendas noches sin luna mientras navegaban por la costa oeste de África.
Por suerte, los adeptos a la secta sufrían una supersticiosa aversión hacia las armas de fuego. Ambos asesinos habían terminado sirviendo como comida para los peces, pero Del sospechaba que eran meros exploradores, enviados para ver qué podían hacer, si podían hacer algo.
La Cobra Negra en persona estaba delante de él, agazapado entre él y su destino.
Dondequiera que estuviera ese destino.
Agarrándose a la barandilla de la cubierta de mando, que, como oficial de alto rango de la compañía, aunque ya hubiera dimitido, le habían permitido utilizar, miró hacia abajo, hacia la cubierta principal, a sus empleados: Mustaf, su factótum principal, alto y delgado, Amaya, la esposa de Mustaf, bajita y regordeta, que ejercía como ama de llaves de Del, y Alia, su sobrina y chica para todo, estaban sentados sobre el equipaje, preparados para desembarcar en cuanto Cobby diese la señal.
El propio Cobby, el único inglés de origen entre sus empleados, fibroso y de baja estatura, rápido y astuto, y engreído como solo podía serlo alguien nacido en el este de Londres, permanecía junto a la barandilla principal, donde iba a ser enganchada la pasarela, charlando amistosamente con algunos marineros. Cobby sería el primero de los pasajeros en desembarcar. Echaría un vistazo a la zona y, si estaba todo bien, le haría una señal a Mustaf para que bajara a las mujeres.
Del cerraría la comitiva y, una vez reunidos en el muelle, les conduciría por la calle High hasta la posada Dolphin Inn.
Por suerte, Wolverstone había elegido la posada que Del utilizaba normalmente cuando pasaba por Southampton. Sin embargo, hacía años que no había ido allí. La última vez había sido cuando zarpó rumbo a la India a finales de 1815, hacía unos siete años.
Aunque le parecían más.
Estaba bastante seguro de que había envejecido más que siete años, y los últimos nueve meses, dedicados a buscar a la Cobra Negra, habían sido los más agotadores. Casi se sentía un viejo.
Y cada vez que pensaba en James MacFarlane se sentía desesperado.
La gente empezó a apresurarse y el contramaestre cambió las órdenes. Del sintió el impacto del acolchado del lateral del barco con el muelle y arrinconó todos sus pensamientos del pasado para concentrarse en el futuro inmediato.
Los marineros saltaron al muelle con gruesas cuerdas para asegurar el barco al cabestrante. Un pesado traqueteo, y un sonido de chapoteo, indicaron que el ancla había sido bajada. A continuación la pasarela fue desplegada con un chirriante ruido y entonces Del se dirigió hacia la escalerilla y de ahí a la cubierta principal.
A la que llegó a tiempo para ver a Cobby bajar por la pasarela.