Una novia indómita. Stephanie Laurens
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Tras leer el saludo de su tía, seguido de una entusiasta, incluso efusiva, bienvenida, sonrió y continuó leyendo.
Pero al llegar al final de la primera hoja ya no sonreía. Dejándola a un lado, continuó leyendo antes de arrojar la segunda hoja sobre la primera y tranquilamente, aunque comprensiblemente, soltar un juramento.
Después de contemplar las hojas durante varios minutos, las recogió, se levantó y, metiéndolas en su bolsillo, regresó al vestíbulo de la posada.
Bowden lo oyó llegar y salió de su oficina detrás del mostrador.
—¿Sí, coronel?
—Tengo entendido que una joven dama, una tal señorita Duncannon, tenía previsto haber llegado hace unas semanas.
—Efectivamente, señor —Bowden sonrió—. Había olvidado que ella también preguntó por usted.
—Doy por hecho que se ha marchado y se dirige al norte.
—Oh, no, señor. Su barco también se retrasó. No llegó hasta la semana pasada. Se mostró bastante aliviada de saber que usted también se había retrasado. Sigue aquí, aguardando su llegada.
—Entiendo —Del reprimió una mueca y empezó a idear un plan—. Quizás podría enviar un aviso a su habitación comunicándole mi llegada y que me gustaría, si pudiera, que me dedicara algo de su tiempo.
—Imposible ahora mismo —Bowden sacudió la cabeza—. Ha salido, y se ha llevado a la doncella con ella. Pero puedo decírselo en cuanto regrese.
—Gracias —Del asintió y titubeó un segundo antes de preguntar—, ¿dispone de un salón privado que pueda alquilar? —un espacio en el que él y la inesperada carga pudieran hablar del viaje de ella.
—Lo siento, señor, pero todos nuestros salones están ocupados —Bowden hizo una pausa antes de proseguir—, pero es la propia señorita Duncannon la que dispone del salón delantero… quizás, y teniendo en cuenta que ella aguarda su llegada, podría esperarla allí.
—Muy buena idea —contestó Del secamente—. Y también necesitaré alquilar un carruaje.
De nuevo Bowden sacudió la cabeza.
—Me gustaría complacerle, coronel, pero las Navidades están cerca y todos nuestros carruajes están reservados. La señorita Duncannon alquiló nuestra última calesa.
—Qué casualidad —murmuró él—. El carruaje lo quería para ella.
—Bueno —Bowden sonrió—. Entonces todo va bien.
—Así es —Del señaló hacia la estancia que había a la derecha del vestíbulo—. ¿El salón delantero?
—Sí, señor. Adelante.
Del entró y cerró la puerta.
Con las paredes enyesadas y unas gruesas vigas cruzando el techo, el salón no era ni excesivamente grande ni angosto, y disponía de uno de los amplios miradores que daban a la calle. El mobiliario era recargado, pero cómodo, los dos sillones revestidos de cretona estaban bien provistos de mullidos cojines. Una reluciente mesa redonda con cuatro sillas ocupaba el centro de la habitación y tenía una lámpara en medio, mientras que en la chimenea chisporroteaba un fuego cuyas cenizas llameaban e inundaban la habitación de un acogedor calor.
Acercándose a la chimenea, Del se fijó en las tres acuarelas sobre la repisa. Eran paisajes de verdes pastos y praderas, exuberantes campos y frondosos árboles bajo un cielo azul pastel con esponjosas nubes blancas. El cuadro del centro, de un ondulado brezal, una vibrante composición de verdes, llamó su atención. No había visto paisajes como ese desde hacía siete largos años. Le resultó curioso que su primera sensación de hogar llegara a través de un cuadro colgado de la pared.
Mirando hacia abajo, sacó la carta de sus tías y, de pie delante del fuego, la volvió a leer, buscando alguna pista sobre por qué demonios le habían cargado con el deber de escoltar a una joven dama, hija de un terrateniente vecino, de regreso a su casa en Humberside.
Supuso que sus chifladas tías tenían ganas de jugar a casamenteras.
Pues iban a sentirse decepcionadas. No había lugar en su vida para una joven dama, no mientras ejerciera de señuelo para la Cobra Negra.
Se había sentido decepcionado al abrir el portarrollos que había elegido y descubrir que no era el que llevaba la carta original. Sin embargo, tal y como había precisado Wolverstone, las misiones de los tres señuelos eran esenciales para sacar a la luz a los hombres de la Cobra Negra y, finalmente, a la propia Cobra Negra.
Tenían que conseguir que atacara, y para eso necesitaban reducir el número de sus adeptos lo suficiente como para obligarle a actuar en persona.
No era tarea sencilla, pero, haciendo una estimación razonable, entre todos podrían lograrlo. Como señuelo, su papel era el de convertirse deliberadamente en un objetivo, y no quería llevar a una superflua jovencita colgada del brazo mientras cumplía con su cometido.
Un golpe de nudillos en la puerta llamó su atención.
—Adelante.
Era Cobby.
—Pensé que querría saberlo —con la mano en el pomo, su ayudante personal permaneció junto a la puerta, que cerró—. Volví a los muelles e hice algunas preguntas. Ferrar llegó hará una semana. Lo curioso es que no llevaba ningún grupo de nativos con él, al parecer no quedaba sitio en la fragata para nadie más que él y su ayudante.
—Desde luego que es interesante —Del enarcó las cejas—, pero sin duda habrá hecho que sus adeptos viajen en otros barcos.
—Eso sería lo lógico —Cobby asintió—. Pero también significa que puede que no disponga aún de todos los hombres que necesita. Podría tener que ocuparse él mismo del trabajo sucio —sonrió con malicia—. Y eso sería una lástima, ¿verdad?
—Conservemos la esperanza de que sea así —Del sonrió.
Asintió a modo de despedida y Cobby se marchó, cerrando la puerta tras él.
Del consultó la hora en el reloj que había sobre una mesita lateral. Pasaban de las tres y la poca luz diurna que quedaba pronto desaparecería. Empezó a pasear lentamente delante de la chimenea, ensayando las palabras más adecuadas con las que anunciarle a la señorita Duncannon que, en contra de lo acordado con sus tías, iba a tener que dirigirse al norte ella sola.
Pasaban ampliamente de las cuatro y Del estaba francamente impaciente cuando oyó una voz femenina en el vestíbulo, bien modulada, aunque con un inconfundible tono altivo, anuncio del regreso de la señorita Duncannon.
En el mismo momento en que posaba su mirada sobre el pomo de la puerta, este giró y la puerta se abrió hacia dentro. Bowden sujetaba la puerta para dejar pasar a una dama, no tan joven, cubierta con un abrigo rojo granate, los cabellos rojizos recogidos bajo un desenfadado sombrero, y que hacía malabarismos con un montón de sombrereras y paquetes.
La joven entró, el rostro iluminado y una sonrisa curvando sus sensuales labios rojos.
—Creo