Una novia indómita. Stephanie Laurens

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Una novia indómita - Stephanie Laurens Top Novel

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bruscamente. La expresión alegre desapareció de su cara al posar sus ojos sobre él. Poco a poco, su mirada ascendió hasta alcanzar su rostro.

      Y se limitó a mirarlo fijamente.

      Bowden carraspeó antes de retirarse y cerrar la puerta tras él. Ella volvió a parpadear, lo miró fijamente una vez más y al fin preguntó sin rodeos:

      —¿Usted es el «coronel» Delborough?

      Del sintió el impulso de preguntar si ella era la «señorita», Duncannon, pero se mordió la lengua. Solo una mirada había bastado para que se evaporara la imagen de una inocente jovencita. La dama estaba, en el mejor de los casos, al final de la veintena. Como mínimo.

      Y dada la visión que tenía ante sus ojos, no entendía cómo era posible que aún estuviese soltera.

      Era… exuberante, esa fue la palabra que surgió en su mente. Más alta que la media, su cuerpo era regio, incluso majestuoso, con abundantes curvas en los lugares adecuados. Incluso desde el otro extremo de la habitación, se veía claramente que sus ojos eran verdes, grandes y ligeramente rasgados, vibrantes, llenos de vida, despiertos y alertas a todo lo que sucedía a su alrededor.

      Sus rasgos eran elegantes, refinados, los labios carnosos y jugosos, básicamente tentadores, pero la firmeza de su barbilla sugería una determinación, agallas y franqueza más allá de lo normal.

      Percibiendo oportunamente ese último detalle, él hizo una reverencia.

      —Así es, coronel Derek Delborough —«por desgracia, no a su servicio», pensó mientras se intentaba controlar y continuaba en tono amable—. Tengo entendido que sus padres llegaron a algún acuerdo con mis tías para que yo la escoltara de vuelta al norte. Por desgracia, eso no será posible. Tengo algunos asuntos que atender antes de poder regresar a Humberside.

      Deliah Duncannon parpadeó y, con esfuerzo, apartó la mirada del objeto de su atención, cuyos hombros y ancho torso habrían encajado perfectamente dentro de un uniforme. Repasó sus palabras y bruscamente sacudió la cabeza.

      —No.

      Dando varios pasos, dejó las cajas y bolsas sobre la mesa, preguntándose distraídamente si un uniforme hubiese logrado que el impacto sobre ella fuera mayor, o menor. Había algo anómalo en su aspecto, como si el elegante atuendo civil no fuera más que un disfraz. Si la intención había sido la de ocultar su físico vigoroso, incluso peligroso, por naturaleza, el plan había fracasado miserablemente.

      Con las manos ya libres, ella extrajo el largo alfiler que sujetaba su sombrero.

      —Me temo, coronel Delborough, que debo insistir. Llevo esperando su llegada durante la mayor parte de la semana, y no puedo emprender el viaje sin una escolta adecuada —dejó el sombrero sobre la mesa y se volvió hacia el recalcitrante excoronel, significativamente más joven e inmensamente más viril de lo que se había imaginado, de lo que había esperado, a tenor de lo que le habían contado—. Es del todo impensable.

      Independientemente de su edad, su virilidad o su propensión a discutir, para ella no era impensable, pero lo último que iba a hacer era darle explicaciones.

      El coronel apretó unos labios inquietantemente masculinos.

      —Señorita Duncannon…

      —Supongo que se habrá imaginado que se trataría simplemente de meterme en un carruaje junto con mi doncella y mi servicio doméstico, y apuntar al norte —dejó de quitarse los guantes de cuero y lo miró, percibiendo un ligero movimiento en esos inquietantes labios. Al parecer eso era precisamente lo que había planeado hacer con ella—. Debo informarle de que, desde luego, no será así.

      Dejó caer los guantes sobre la mesa a sus espaldas, alzó la barbilla y lo miró de frente, lo mejor que pudo, dado que él le sacaba casi una cabeza.

      —Debo insistir, señor, en que haga honor a su obligación.

      Los labios del coronel ya no eran más que una delgada línea, que a ella le gustaría ver relajarse en una sonrisa. ¿Qué le sucedía? Sentía latir el pulso en el cuello, cosquillas en la piel… y eso que aún estaba a casi dos metros de él.

      —Señorita Duncannon, si bien lamentablemente mis tías se excedieron en su derecho al intentar ayudar a un vecino, yo, en circunstancias normales, habría hecho todo lo posible por, tal y como lo ha definido, hacer honor a mi obligación en cuanto al compromiso adquirido por ellas. Sin embargo, en la situación actual resulta totalmente…

      —Coronel Delborough —ella arrancó la mirada de los labios de Del y, por primera vez, la clavó en sus ojos, con deliberada intensidad—. Permítame informarle de que no existe ningún motivo que pudiera aducir, ninguno, que me induzca a liberarle de escoltarme al norte.

      Los ojos de Del eran de un color marrón oscuro, con ricos matices, inesperadamente fascinantes y enmarcados por las pestañas más espesas que ella hubiera visto jamás. Las pestañas eran del mismo color que su brillante, y ligeramente ondulado, cabello, de un color más arena que marrón.

      —Lo lamento, señorita Duncannon, eso es absolutamente imposible.

      Al ver que ella alzaba la barbilla, sin recular ni un milímetro, sosteniéndole la mirada firmemente, Del titubeó y, más consciente de lo que le gustaría estar de su pecaminosamente sensual boca, añadió con rigidez:

      —Actualmente estoy en una misión, vital para la nación, y debo concluirla antes de poder complacer los deseos de mis tías.

      —Pero ha dimitido de sus funciones —ella frunció el ceño y su mirada se deslizó hasta los hombros de Del, como si quisiera confirmar la ausencia de galones.

      —Mi misión es civil más que militar.

      Deliah enarcó las elegantemente curvadas finas cejas y su mirada reflexiva regresó al rostro de Del durante un instante, antes de volver a hablar en un tono engañosamente suave, sarcásticamente desafiante:

      —¿Y qué sugiere entonces, señor? ¿Que espere aquí, hasta que le venga bien, hasta que esté disponible para escoltarme al norte?

      —No —Del se esforzó por no encajar los dientes, la mandíbula ya tensa—. Le sugiero con todos mis respetos que, dadas las circunstancias, y habiendo mucho menos tráfico en las carreteras en esta época del año, sería perfectamente aceptable que se dirigiera al norte con su doncella. Además, si no recuerdo mal, mencionó algo sobre su servicio doméstico. Y ya que ha alquilado un carruaje…

      —Con todos mis respetos, coronel —ella lo fulminó con sus ojos verdes—, ¡no dice más que tonterías! —beligerante, decidida, dio un paso al frente y alzó el rostro como si intentara colocarse a la misma altura que él—. La idea de que yo viaje al norte, en esta época o cualquier otra, sin un caballero adecuado, elegido y aceptado por mis padres como escolta es, sencillamente inelegible. Inaceptable. Imposible de llevar a cabo.

      Se había acercado tanto que Del sintió una oleada de tentador calor sobre él, inundándolo hasta la ingle. Hacía tanto tiempo que no experimentaba una reacción tan explícita que, durante un instante, se permitió distraerse lo suficiente como para poder disfrutar del momento, impregnarse de él.

      Deliah desvió bruscamente la mirada hacia la izquierda. Era lo bastante alta como para poder mirar por encima del hombro de Del, quien la vio atenta, vio sus preciosos ojos verde

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