Una novia indómita. Stephanie Laurens
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Cerrando esos labios fruncidos con los suyos propios.
Y así descubrir lo suaves que eran, descubrir su sabor.
¿Ácidos o dulces? ¿O ambas cosas?
Aparte de por el público sentado enfrente de ellos, Del estaba bastante seguro de que si cediera a su tentación acabaría con, al menos, una bofetada. Probablemente dos. Pero tenerla sentada a su lado, las caderas a menos de tres centímetros de las suyas, los hombros rozando ligeramente su brazo con cada balanceo del carruaje, el calor de su cuerpo impregnando su costado, era una tentación a la cual su cuerpo estaba respondiendo desvergonzadamente.
La búsqueda de la Cobra Negra lo había consumido durante meses, sin dejarle tiempo libre para retozar con ninguna mujer, y había pasado aún más tiempo desde que había estado con una inglesa, y nunca con una fierecilla de la índole de la señorita Duncannon.
Nada de lo cual explicaba por qué de repente se sentía tan atraído hacia una bruja con labios por los que la más experimentada cortesana vendería su alma.
Del borró de su mente la voz, su incansable, persistente, insistencia y se centró en el pesado ritmo de los cascos de los caballos. Abandonar Southampton a toda velocidad había sido lo correcto, a pesar de ir en contra de sus principios. De haber llevado la carta original, la necesidad de mantenerla lejos de las garras de Ferrar habría aplastado cualquier inclinación de iniciar una cacería.
Si se hubiese quedado para pelear, si hubiese intentado encontrar a Larkins, incluso denunciado a Ferrar a las autoridades, este habría supuesto que no estaba tan preocupado por el contenido del portarrollos que llevaba. Y entonces Ferrar habría desviado su atención, y la de sus hombres, hacia los compañeros de Del.
¿Iban los demás por delante de él o todavía no habían llegado a Inglaterra?
Con suerte Torrington y Crowhurst lo sabrían. Les había dejado una breve nota con Bowden.
Dada la hora, y el creciente frío, y que más de la mitad de los pasajeros viajaban a la intemperie, no iban a ir muy lejos. De momento, el objetivo era Winchester.
Rezó para ser capaz de resistirse a los impulsos que le provocaba esa mujer que no dejaba de parlotear a su lado, al menos el tiempo suficiente como para llegar a esa localidad.
El Swan Inn de la calle Southgate resultó lo bastante bueno para sus necesidades.
La señorita Duncannon, como era de esperar, refunfuñó cuando él se negó a alojarse en el Hotel Pelican, más grande.
—Somos muchos, y allí es más probable que encontremos alojamiento.
—El Pelican está hecho mayormente de madera.
—¿Y?
—Sufro un irracional miedo a despertar en una casa en llamas —los hombres de la Cobra Negra eran conocidos por emplear el fuego para obligar a salir de su escondite a aquellos a quienes perseguían, sin pensar lo más mínimo en quienes podrían verse atrapados en el incendio. Mientras se bajaba del carruaje frente al Swan, Del echó una ojeada al edificio y se volvió para ayudar a bajar a su carga—. El Swan, sin embargo, está hecho de piedra.
Deliah aceptó su mano y bajó del coche, deteniéndose para contemplar la posada antes de mirarlo a él sin expresión alguna.
—Paredes de piedra para el invierno.
Él levantó la vista hacia el tejado, donde varias chimeneas escupían humo.
—Chimeneas.
Ella soltó un bufido, se levantó las faldas y subió la escalera hasta el porche, entrando por la puerta que sujetaba abierta el posadero, que se inclinaba al paso de toda la comitiva.
Antes de que Del pudiera ocuparse de todo, lo hizo ella, deslizándose hacia el mostrador y quitándose los guantes.
—Buenas noches —el posadero se colocó tras la recepción—. Necesitamos habitaciones para todos, una grande para mí, otra para el coronel, cuatro más pequeñas para mis empleados, y dos más para los suyos, la doncella del coronel puede alojarse con la mía, en mi opinión será lo más sensato. Y ahora, todos queremos cenar. Sé que es tarde, pero…
Del se detuvo detrás de ella, Deliah lo sintió claramente, y oyó toda la retahíla de órdenes, indicaciones e instrucciones, emitidas sin ninguna pausa. Podría haber intervenido para tomar el mando, y esa había sido su intención, pero dado lo bien que se le daba a la dama organizar a toda la comitiva, no parecía tener ningún sentido.
Para cuando el equipaje estuvo descargado y llevado al interior, el posadero ya había resuelto el tema de las habitaciones, dispuesto un salón privado para ellos y dado orden a la cocina para que les prepararan la cena. Del se mantuvo a un lado mientras una doncella con expresión atónita conducía la pesada carga de Del a su habitación. Después, se volvió hacia el posadero.
—Necesito alquilar dos coches más.
—Por supuesto, señor. Ya hace mucho frío, y dicen que lo peor está por venir. Yo no dispongo de ningún carruaje libre, pero conozco al mozo de cuadra del Pelican, y sé que él me ayudará. Estoy seguro de que dispone de dos que podrá cederle.
Del levantó la mirada hasta la parte superior de las escaleras, y se encontró con la mirada verde de la señorita Duncannon, la cual, sin embargo, no dijo nada, aunque tras enarcar ligeramente las cejas siguió su camino.
—Gracias —Del devolvió la atención al posadero y dispuso que su servicio, y el de ella, recibieran lo que desearan del bar, y luego abandonó el ya desierto vestíbulo para dirigirse a su habitación.
Media hora más tarde, lavado y cepillado, el coronel ya estaba en el salón privado cuando llegó la señorita Duncannon. Dos doncellas acababan de terminar de preparar una pequeña mesa para dos frente al fuego y se retiraron con varias reverencias. Del sostuvo una silla para que ella se sentara.
Deliah se había quitado el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo granate adornado con un lazo de seda en el mismo tono, sobre el que se había colocado un echarpe de seda elegantemente estampado.
—Gracias, coronel —con una inclinación de cabeza ella se sentó.
Él se dirigió a su silla al otro lado de la mesa.
—Del —murmuró—. La mayoría de las personas que conozco me llaman Del —aclaró cuando ella enarcó las cejas.
—Entiendo —Deliah lo observó mientras se sentaba y desplegaba la servilleta—. Dado que al parecer vamos a pasar un tiempo acompañándonos, supongo que lo más apropiado será que le revele mi nombre para tutearnos. Me llamo Deliah, no Delilah, sino Deliah.
—Deliah —él sonrió con una inclinación de cabeza.
Deliah se esforzó por no quedarse mirándolo, por mantener su repentinamente inútil cerebro en funcionamiento. Era la primera vez que le sonreía, y desde luego no le hacía falta la distracción adicional. Ese hombre era ridículamente