Una niñera enamorada. Elizabeth August
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John no le devolvió la sonrisa, haciéndole saber con ello que seguía teniéndola a prueba.
Minerva decidió que solo el tiempo podía demostrarle al mayor de los hermanos Graham que ella era digna de confianza, se obligó a levantar su cansado cuerpo del sillón. Ese sería el único momento que iba a tener para sacar sus cosas del coche.
Seguía aparcado delante de la casa y decidió dejarlo allí mientras las sacaba. De esa forma, pasaría constantemente al lado de John y podría tenerlo controlado. El ama de llaves le había dicho varias veces que era un niño muy responsable, que era más un pequeño adulto que un niño, según sus propias palabras, pero ella no quería arriesgarse. Siempre era posible que se comportara de nuevo como un niño y le diera por desaparecer.
Se detuvo junto a él y le dijo:
–Voy a sacar las cosas de mi coche. Me gustaría que me dieras tu palabra de que no te vas a ir a ninguna parte sin decírmelo antes a mí.
El niño la miró y le dijo:
–No lo voy a hacer.
Ella sonrió y continuó hasta su coche.
Cuando volvió por segunda vez, lo encontró de pie, esperándola.
–¿Puedo ayudarte? –dijo limpiándose las manos en los vaqueros.
Su cara indicaba que no estaba seguro de que ella siguiera allí, pero que, mientras durara, estaba dispuesto a sacar lo mejor de la situación. O tal vez lo que quería era observarla más de cerca. Minerva estaba muy segura de que la observaba constantemente.
–Claro.
Era demasiado pequeño como para llevar alguna de las cajas de libros, pero había algunas cosas que ella no había empaquetado. Tomó su lámpara de mesa y se la dio. John esperó a que ella tomara una de las cajas y luego la siguió.
–¿Dónde vivías antes de aquí? –le preguntó cuando llegaron a su cuarto.
–En casa, con mi padre.
–¿Dónde estaba tu madre?
–Murió hace tiempo.
El niño se limitó a asentir.
Ella le preguntó curiosa:
–¿Echas de menos a tu madre?
–No –respondió él firmemente.
Luego se volvió y se dirigió de nuevo al coche.
Minerva pensó que la deserción de su madre le debía haber afectado tanto que la reprimía. Sintió lástima por el chaval.
Lo siguió al coche y se encontró con que estaba en el asiento trasero, mirando a su muy querido y viejo oso de peluche.
–Tienes un oso de peluche –dijo el niño como si pensara que eso era demasiado infantil.
–Se llama Travis. Me lo regaló mi abuela.
–Parece viejo.
–Y lo es. Yo solo tenía un año cuando me lo regaló.
–¿No crees que eres un poco mayor ya para jugar con osos de peluche?
–No juego con él. Le hablo.
–¿Que le hablas?
–Le cuento mis problemas y él me escucha y me ayuda a ver cómo los puedo solucionar.
El niño puso expresión de impaciencia.
–No te puede ayudar a solucionar nada. En el lugar del cerebro tiene relleno.
–Bueno, él no me responde y eso me hace pensar en mis problemas. Me imagino que hablar con un oso de peluche es mejor que hablar sola.
John lo pensó por un momento y luego asintió.
–Tienes razón. Parecerías tonta hablándole a nada.
Luego tomó a Travis y lo llevó a la casa.
Estaban volviendo al coche cuando Judd regresó a casa. En vez de llevar el coche al garaje, aparcó a su lado.
Al ver a su padre, la cara de John se iluminó.
–¡Papá! –gritó y corrió hacia él.
Minerva vio como a Judd se le iluminaba también la cara. No le cupo duda de que ese hombre amaba a su hijo, lo levantó y lo abrazó.
–¿Como os ha ido con la nueva niñera?
–Habla con un oso de peluche.
Al parecer, su explicación no lo había convencido por completo, pensó Minerva sintiéndose un poco avergonzada.
Judd pareció preocupado.
–¿Y dice que el oso le responde?
John frunció el ceño.
–No, por supuesto que no. Es de peluche.
–Entonces está bien. Solo deberíamos preocuparnos si el oso la respondiera.
Pero aún así, él estaba empezando a tener sus dudas sobre Minerva Brodwick y de que fuera la persona adecuada para cuidar de sus hijos.
Minerva casi no dio crédito a sus oídos. Se había esperado sarcasmo de su jefe, o incluso que la despidiera por ser demasiado inmadura.
John sonrió aliviado. Estaba claro que si su padre pensaba que estaba bien que ella le hablara a su oso, para él también lo estaba.
–La estaba ayudando a sacar sus cosas del coche –dijo.
–La ayudaremos los dos.
Judd dejó a su hijo en el suelo y ambos se acercaron a ella.
–¿Qué puedo llevar? –le preguntó.
–Lo que prefiera –respondió ella tomando una caja que luego se llevó.
Sí, Judd Graham había sido intimidante cuando llegó, pero ahora había mostrado tolerancia y un cierto sentido del humor.
Una sensación incómoda la hizo mirar por encima del hombro. John la seguía a unos pasos y Judd iba tras él. Lo que había sentido era la mirada de Judd. Su expresión había perdido su suavidad y su mirada era fría.
Volvió de nuevo la cabeza rápidamente. Ahora lo entendía. La única razón por la que ella seguía allí era que estaba desesperado. Su buen humor había sido solo por su hijo. Sin duda, él estaría dentro de nada llamando a la agencia para que le mandara a alguien más maduro.
Padre e hijo iban muy cerca cuando entró en su cuarto.
Judd