Una niñera enamorada. Elizabeth August

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Una niñera enamorada - Elizabeth August Jazmín

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asintió.

      –Ya que su madre se ha ido, se ha constituido en su guardián. En toda mi vida nunca había visto a un niño más maduro.

      –El que su madre se marchara debió de ser un shock para él.

      Lucy suspiró.

      –Ingrid Graham era una de esas mujeres que nunca deberían tener hijos. No estaba hecha para la maternidad. Cuando Judd se dio cuenta de que ella no podía arreglárselas, contrató a una niñera. Y eso que solo tenía a John. Eso pareció ser de cierta ayuda, pero luego ella se quedó embarazada de los trillizos. Siempre estaba tan preocupada por su figura… Supongo que no la puedo culpar. Era hermosa y, para ella, eso era mucho. Cuando se puso tan gorda, se deprimió y nunca se recuperó realmente. Yo pensé que, cuando nacieran, les tomaría cariño, pero no fue así.

      Minerva se encontró pensando en su propia situación. Había estado muy cerca de su madre, pero no de su padre. Por mucho que tratara de agradarlo, siempre se había sentido como si nunca consiguiera su aprobación.

      –Es duro crecer con un padre del que no se está seguro que le gustes.

      Lucy asintió.

      –Lo mejor fue que se marchara. No es que no crea que esos niños necesitan una madre, pero necesitan a alguien que no sea egocéntrica, egoísta, que los ame.

      Luego miró a la puerta de la cocina y añadió:

      –Será mejor que dejemos el tema. A Judd no le gusta que hable de ella.

      Minerva asintió y dirigió su curiosidad en otra dirección.

      –¿Llevas mucho tiempo trabajando para el señor Graham?

      –Mucho. Diez años. Desde que se vino a vivir a esta casa. Él tenía veintiséis años y ya era uno de los mejores arquitectos y contratistas de Atlanta. Es un hombre hecho a sí mismo. Sus padre murieron en un accidente de coche el año en que él se licenció. Su padre tenía una pequeña constructora y Judd se hizo cargo de ella y la transformó en lo que es hoy día.

      –Debe ser un jefe muy duro.

      –Duro pero justo. Mi marido, Bill, trabajó primero para su padre y luego para él.

      –No sabía que estuvieras casada.

      –Soy viuda –la corrigió Lucy–. Desde hace tres años. Mi marido murió en un accidente laboral. Hasta entonces yo solo venía aquí para limpiar y cocinar, pero después de la muerte de Bill, Judd me sugirió que me viniera a trabajar como ama de llaves. Mis hijos ya eran mayores y trabajaban lejos de aquí y a mí no me gustaba nada la idea de vivir sola, así que me vine.

      En esa época, John debía tener tres años, ¿no?

      Lucy asintió.

      –No me dejaba sola ni un momento. Es el niño más encantador que he conocido en mi vida, aparte de los míos. Tenerlo cerca me ayudó a superar el dolor de la pérdida de mi marido. Una vez que se rompió un brazo, me dolió casi tanto a mí. Lo mimamos mucho entre su niñera, Claudia y yo.

      –¿Se rompió un brazo?

      –Se cayó de la cama cuando se suponía que estaba durmiendo.

      Minerva pensó entonces que, tal vez lo que el niño temía no fuera una niñera que maltratara a sus hermanos, sino a una que no los vigilara lo suficiente. Eso la alivió en cierta manera. No le había gustado nada sospechar que ese niño pudiera haber sido maltratado.

      Agotada, Minerva se despidió de Lucy y volvió a su habitación. Judd seguía leyéndoles a los niños. Después de una larga y cálida ducha, se acostó, pero antes de dormirse, se aseguró de que funcionaban los intercomunicadores con las habitaciones de los niños y se tumbó por fin.

      Ya a oscuras, oyó las risas de los niños cuando Judd los arropó y se despidió de ellos.

      Sonrió amargamente cuando recordó como era entre su padre y ella. Hasta esa misma mañana no le había contado sus planes de marcharse. Había empezado a buscarse un trabajo a tiempo completo dos días después de que él se casara con Juliana y había recogido todas sus cosas mientras estaban de luna de miel. El día anterior, antes de que ellos volvieran, había metido sus cosas en el coche. Incluso llegó a preguntarse si él se daría cuenta de su desaparición y supuso que no. Durante las últimas dos semanas ella había pasado mucho tiempo recordando el tiempo que habían estado juntos y se dio cuenta de que él raramente le había prestado mucha atención, a no ser que quisiera algo de ella. Y luego vio que había tenido razón, cuando él volvió, no se dio cuenta de que había llenado el coche con sus cosas.

      Cuando Juliana y él llegaron a casa la noche anterior, se habían instalado en el salón y, haciéndose los cansados por el viaje, habían esperado de ella que los recibiera. Sabiendo que esa sería la última vez, ella lo había hecho y había escuchado cómo les había ido, sin que ellos le preguntaran ni una sola vez cómo le había ido a ella en su ausencia.

      Así que esa mañana, cuando oyó que su padre se estaba duchando, lo esperó en la cocina para desayunar. Peter Brodwick frunció el ceño cuando entró en la cocina. No había el habitual plato con huevos fritos esperándolo. Miró a su hija, que estaba sentada y con una taza de café en las manos.

      –¿Dónde está mi desayuno? –le preguntó.

      –Si quieres que alguien cocine para ti, puedes ir a despertar a tu nueva esposa –le respondió ella tranquilamente–. Yo solo te estaba esperando a que bajaras para poder despedirme. Ya tengo todo en el coche y he encontrado otro sitio donde vivir.

      El ceño fruncido de Peter se transformó en una sonrisa paternal.

      –No hay ninguna razón para que te vayas. Aquí hay sitio de sobra para ti, tu madrastra y yo.

      La casa, situada en uno de los mejores barrios de Atlanta, era bastante grande.

      –Ya sé el mucho sitio que hay aquí. Lo he estado limpiando para ti desde que tenía dieciséis años y murió mi madre. También te he hecho la colada y he cocinado para ti. Pero ahora ya tienes una nueva jefa de cocina y ama de llaves, así que yo me voy a buscar una vida propia.

      Peter volvió a fruncir el ceño.

      –Julianna no es precisamente de tipo doméstico.

      –Ya lo sé –dijo Minerva y la ira que había estado conteniendo salió a la superficie–. Os oí hablar un par de días antes de la boda.

      –Nos has espiado…

      –Sin querer. No me gustó la película que fui a ver y volví pronto a casa. Estaba subiendo a mi habitación cuando os oí mencionar mi nombre. Tú querías mandarme a vivir con mi querido hermano Gerald, para que vosotros dos pudierais estar solos, pero ella te dijo que, si yo me marchaba, ¿quién se levantaría a hacerte el desayuno a ti? Dejó muy claro que tenía toda la intención de dormir hasta tarde y también quiso saber quién limpiaría la casa y haría la colada.

      –¿Te estás quejando de hacer tus obligaciones? Yo te he cuidado bien. Aquí hacías lo que se considera trabajo de mujer y yo te proporcioné un techo bajo el que vivir y comida caliente.

      –Sí,

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