El punto original. Ángel Largo Méndez
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Ese ciclo es el movimiento del Ser que lo convierte en un fenómeno o forma llamado Cosmos. Sin embargo, los primeros filósofos notaron hábilmente que el movimiento se generaba en los seres y no fuera de ellos, y sin afectación de la aparición y desaparición de cada uno, esta capacidad de moverse seguía constante, en un proceso calcado, repetitivo y homogéneo. Llegaron a la conclusión de que todo lo que existe físicamente tiene esta característica fundamental, el movimiento continuo.
Al comprender y experimentar este movimiento el hombre crea el tiempo, un concepto para entender la dinámica de Lo Manifiesto. El tiempo no es una dimensión, sino la fluctuación de estados que las formas sufren hasta llegar al extremo más lejano a su origen, alcanzar su máximo desarrollo, y luego retornar a su quietud de origen. Para comprender esta transición era imprescindible para la mente humana darle nociones medibles o cuantificables, y el tiempo aparece como una respuesta a esa necesidad.
El movimiento de Lo Manifiesto mantiene una constante, una ruta cíclica que se repite o recrea en sus propias y miles de expresiones físicas individuales. Todo y todos somos una misma expresión subjetiva del Ser, pero que, al ser experimentada desde la individualidad del humano, se convierte en objeto, producto de la aparición del yo (lo que revisaremos más adelante). Dicha transición adquiere un carácter fraccionario, volviendo lo continuo algo cronológico.
Lo que es claro vislumbrar es que antes de la aparición de la conciencia (el Yo Soy) en el hombre, la significación del tiempo no fue necesaria para la movilización continua de la evolución física. Este movimiento se generó siguiendo un patrón común: de menor a mayor complejidad, del átomo a los planetas, de los planetas a la vida unicelular, luego pluricelular, vegetal, animal y homo sapiens. El concepto tiempo no corría por esas estructuras, pero el movimiento era inherente.
Desde la interiorización humana de ese movimiento, con la aparición de la mente o autoconciencia, el tiempo se ha convertido en una valiosa concepción para ordenar las cosas de manera que el incipiente raciocinio pudiera entender el proceso sistemático de la naturaleza. Necesario para comprender la existencia, pero no para existir, su significado sigue siendo parte importante de estudio y observación, siendo uno de sus más profundos misterios la posibilidad de retroceder o avanzar en él.
Lo increíble es que, siguiendo su punto de partida, estos viajes en el tiempo son diarios, por no decir eternos. En la mente humana, donde tiene su nido el concepto tiempo, la transportación de pasado-presente-futuro es inmediata, sin mínimo esfuerzo y comprobable. De los recuerdos a las proyecciones nuestros pensamientos divagan moldeando en su presente el tiempo a su antojo, lo que demuestra que, si hay una zona donde el viaje en el tiempo es posible es en el mismo lugar donde tiene origen. De ahí que hasta ahora la posibilidad física de volver en el tiempo no sea factible.
Einstein, desde su punto de vista, cuando formuló la relatividad del tiempo mostró con claridad esta premisa. El físico de origen alemán concluyó que la velocidad de la luz es la única constante física del universo. Y si es siempre la misma, independientemente del movimiento del observador, otras propiedades físicas deben variar para la gente que viaje en direcciones y velocidades diferentes.
Así entonces probó que la constante (el movimiento) es independiente de quien lo observa, pero la medida que sirve para cuantificar el traslado de los seres animados en ese movimiento puede cambiar para el observador según su ubicación y la forma en que acciona (se mueve) tanto física como mentalmente. De ahí la sensación común a toda persona de sentir el tiempo más rápido mientras tenemos fija atención en un punto (objeto, idea, sensación, etc.) y más lento cuando divagamos sin norte. La misma diferencia sentirá usted si está en un continuo frenesí de movimiento o si tan solo espera despierto sentado en un sofá que pase el día.
¿Qué ocurre si no pienso? Pues no hay tiempo. Ocurre constantemente cuando pasamos del estado de vigilia al de sueño profundo. Cuando dormimos no hay sensación de tiempo. Al despertar todo parece como que ha ocurrido en un instante, un solo momento que no escapa del presente. Al detenerse la herramienta consciente en el hombre, la mente, el concepto tiempo también para, como todo pensamiento.
En la meditación ocurre algo similar. Quien practica esta disciplina conoce con certeza que el momento de “trance” es un espacio donde la noción tiempo desaparece. Sin embargo, ahí los pensamientos no se detienen por completo como en el sueño, sino que son ignorados, no abordados por el pensador, el ser consciente.
La naturaleza psíquica del tiempo demuestra que este no existe en el estado no consciente, no oscilante, en donde la producción de pensamientos es nula. La quietud no produce tiempo, y es el movimiento quien lo sostiene. El movimiento entonces es el tiempo real, el que mantiene un ritmo constante, perenne, que no se afecta por ninguna medición del hombre o cualquier ser corpóreo.
Lo Inmanifiesto, el Origen no dual o Punto Original, no se ve afectado por esta idea del tiempo, ya que su estatus precede al mismo. Desde la perspectiva de nuestro gráfico, lo que ocurre dentro del círculo manifiesto afecta solo al círculo manifiesto, aquello de donde se origina y que lo contiene es completamente inmune a cualquier fenómeno del mismo.
El movimiento finito en lo infinito: La información como motor
Nuestra vida física tal cual la percibimos comienza y acaba en un abrir y cerrar de ojos. Pero Lo Manifiesto sigue estando allí. Todos somos repetidores incansables del proceso armonioso de salida y llegada hasta el Punto Reflejo, expresión primigenia del Punto Original. Cada fenómeno físico que se genera en el universo cumple ciclos que se repiten de manera indefinida y que forman parte del movimiento total, como si fueran una cadena compuesta de argollas entrelazadas entre sí. Somos parte de un solo gran movimiento que tiene su origen en la quietud absoluta.
Al morir todos volvemos a esa quietud, a la sensación primigenia sin movimiento, una dimensión que no comparte créditos con las leyes físicas pero que sí cuenta con el potencial para crear movimiento. Al dejar atrás la forma de materia sólida y de energía volátil el Ser, que es la sustancia única que cada fenómeno tiene consigo, lleva para su próxima vuelta un botín precioso: la información experimentada.
En 1981, Rupert Sheldrake, biólogo londinense, publicó una teoría que conmocionó a la ciencia ortodoxa, a tal punto de casi quedar excluido de esta. Afirmó que las mentes de todos los individuos de una especie, incluido el hombre, se encontraban unidas y formando parte de un mismo campo mental planetario.
Ese campo mental, al que denominó mórfico, afectaría a las mentes de los individuos y las mentes de estos también afectarían al campo. Cada especie animal, vegetal o mineral posee a través del campo mórfico una memoria colectiva a la que contribuyen todos los miembros de la especie. De este modo, si un individuo de una determinada especie animal aprende una nueva habilidad, les será más fácil aprenderla a todos los otros individuos de dicha especie, porque la habilidad resuena en cada uno, sin importar la distancia a la que se encuentren.
Lo que Sheldrake descifró ante la incredulidad de la comunidad científica no es más que la información y su proceso de avance o retroalimentación en la materia consciente. Cuando los entes físicos avanzan a nuevas etapas de desarrollo a través de la selección natural, donde los especímenes más aptos sobreviven y se adaptan aprendiendo formas, modos o sistemas de supervivencia, ¿cómo es que dicha información se transmite hacia otros entes de la misma especie para continuar el avance desde el mismo punto? Si fuera fruto del simple azar, si de diez especímenes