Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada. Rebecca Winters
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–Ha regresado a la clínica –dijo él con tono de satisfacción.
–He de admitir que está haciendo un buen trabajo a la hora de asustarme.
Él se encogió de hombros con elegancia. Ella se fijó en sus manos y vio que tenía las uñas inmaculadas.
–Mil perdones, señorita. Mi intención era impedir que recordara demasiadas cosas de golpe.
–¿Quiere decir que tengo amnesia? ¡Eso es ridículo!
El doctor ladeó la cabeza.
–Preferiría considerarlo un lapsus de memoria temporal. En estos momentos su mente la está protegiendo para que no se enfrente a una experiencia traumática.
–¿Traumática?
–Mucho –se puso en pie y agarró una capa de color blanco que estaba en una butaca–. ¿Reconoce esto?
Ella se fijó en lo que él le mostraba. Era un kandura. Lauren tenía uno como aquél. Había comprado su equipo para el desierto en El-Joktor, y le había dicho al tendero que quería una capa de hombre de su talla.
El tendero no había querido vendérsela porque decía que eso no se hacía en su país. Pero ella le ofreció más dinero y finalmente consiguió que se la vendiera.
–Mustafa…
El nombre del camellero escapó de sus labios.
–¿Lo ve? Está recobrando la memoria. Demasiado deprisa, por desgracia.
–Era como si las montañas tuvieran vida. Lo cubrían todo… Mustafa me dijo que era una tormenta de arena. No podía verlo… No podía respirar… ¿Qué le ha pasado a él?
El silencio del doctor la sorprendió. Ella retiró la sábana y se levantó. Sin pensarlo, le agarró los antebrazos.
–Dígame ¿ha muerto por mi culpa?
–No, señorita. La muerte no fue a visitarlo porque no era su momento. De hecho, fue él quien le salvó la vida. Si él no hubiera reaccionado con rapidez, habría sido enterrada viva.
Ella se estremeció.
–¿Qué pasó con los demás miembros de la caravana?
–Sobrevivieron.
–Menos mal que no ha fallecido nadie. Fue algo aterrador.
Él murmuró algo que ella no comprendió y la estrechó entre sus brazos, consolándola mientras lloraba y meciéndola para calmarla. Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo pasaron abrazados.
Ella dejó de llorar y se separó de él, consciente de no querer hacerlo. Debía de haberse vuelto loca.
–Perdóneme por haberme derrumbado así.
–Es el shock de la experiencia, señorita.
–Sí –se sentó en el borde de la cama y se cubrió el rostro con las manos–. Si no le importa, me gustaría quedarme a solas.
–Como desee. Pediré que le traigan una bandeja. Necesita comer.
–No creo que pueda comer todavía.
–Es el deber de los vivos.
Lauren echó la cabeza hacia atrás y se mareó. Pero él ya estaba saliendo por la puerta. Al instante, una doncella entró en la habitación para ayudarla a levantarse. Tras una ducha, se vistió con unos pantalones vaqueros y un top de color azul claro. La tormenta de arena no había arrancado las maletas de los camellos, pero casi había terminado con su vida.
¿No era eso lo que Richard le había dicho una vez? Un hombre que sale en una expedición ha de saber que corre el riesgo de no volver. Él había perdido hombres en muchas de sus expediciones, pero continuaba yendo en ellas. Si Richard estuviera vivo le habría dicho; conocías el riesgo, Lauren, y lo corriste.
A su manera, el doctor le había dicho lo mismo.
Lauren no podría ser tan simplista sobre el destino, pero cuando la doncella regresó con unas brochetas de cordero y ensalada de frutas, ella no lo rechazó.
Un poco más tarde el doctor entró de nuevo en la habitación sin que ella se diera cuenta. Se acercó a la mesa donde ella estaba terminándose la comida.
–¿Se encuentra mejor, señorita?
Su presencia la hizo sobresaltar. Ella se limpió con la servilleta y lo miró. Iba vestido con una camisa de lino y unos pantalones. Llevara lo que llevara, ella se quedaba sin respiración al verlo. Sin ropa debía ser espectacular.
–Me siento con más fuerza, gracias.
–Eso está bien, pero queda mucho camino hasta que esté completamente recuperada. Su cuerpo ha sufrido mucho tanto física como emocionalmente. Debe quedarse aquí y recuperarse.
Él llevaba una bandeja de comida en la mano y se sentó frente a ella. Lauren se mordió el labio inferior.
–Dígame una cosa, ¿dónde estamos exactamente?
–Suponía que lo sabía –murmuró él después de comerse un trozo de melocotón–. En el oasis de Al-Shafeeq. Ése era su primer destino después de marcharse de El-Joktor, ¿no es así?
Su único destino.
–Sí –susurró ella, sorprendida por haber llegado al lugar que fue gobernado por el amante de su abuela–. ¿Cómo sabe que vengo de El-Joktor?
–Debo saber todo lo que sucede por aquí. En realidad no soy el doctor Tamam, pero permití que lo creyera hasta asegurarme de que estaba en el camino de una completa recuperación.
–Entonces, ¿quién es?
Él esbozó una sonrisa al oír la pregunta. Estaba tan atractivo que ella sintió que su corazón la iba a traicionar.
–Soy el jefe de seguridad del palacio.
Ella lo miró con incredulidad.
–Con razón esta habitación es tan exquisita –susurró ella–. No podía imaginar que un hotel tuviera este aspecto.
–El palacio tiene siglos de antigüedad –le explicó él–. Cuando me notificaron que una tormenta de arena había atrapado a una caravana, volé hasta el lugar con el helicóptero. Mustafa me contó lo que había pasado y decidí traerla aquí para que el doctor Tamam se ocupara de usted.
¿Era el jefe de seguridad del equipo del rey?
Encajaba más con la imagen que ella tenía de un rey. Más grande que la vida, tal y como su abuela había descrito al rey Malik.
Lauren tragó saliva.
–Así