El único e incomparable Bob. Katherine Applegate

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El único e incomparable Bob - Katherine Applegate Ficción juvenil

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del que tú has estado vivo.

      Nutwit mordisquea su bellota. Es un tragón bastante melindroso.

      —Lo que tú digas, Bob.

      —Digo que te largues de aquí.

      —Bien. Sugerencia aceptada. De cualquier forma, la tormenta viene en camino. Debería almacenar mi reserva de nueces mientras pueda —Nutwit me dirige una mirada que pretende ser sabia—. Así es como se hace en el mundo real.

      Se escabulle con una ostentosa floritura acrobática.

      Las ardillas nunca hacen un salto simple cuando tienen la opción de dar una voltereta hacia atrás seguida de un salto cuádruple.

      —Estás lleno de ti mismo —digo a nadie en particular.

      —¡Sí, estamos llenos de nosotros mismos! —dice Minnie.

      —¡Sí, estamos extremadamente llenos de nosotros mismos! —dice Moo, y salta como una palomita de maíz para manifestar su acuerdo.

      Los conejillos de Indias saltan arriba y abajo cuando se sienten felices. A eso se le llama palomitear. Y es totalmente ridículo.

      ¿Eres feliz? Mueve la cola como un verdadero mamífero.

      —No soy un animal doméstico —murmuro, oliendo mi sobresaliente barriga.

      Salto con esfuerzo fuera del sofá. Luego me dirijo al cuarto de baño para dar un buen trago del tazón de agua turbulenta.

      Mimado

      Sé que Nutwit tiene razón.

      Me he convertido en un animal de costumbres, mimado, después de aquella época en que yo era responsable de mi futuro y tomaba mis propias decisiones. Durante mucho tiempo fui Bob, el fiero, el astuto, el callejero.

      Como perro callejero, vivía de las sobras en el centro comercial mientras Snickers cenaba croquetas de primera, vestida con sus sofisticadas prendas. Caramba, cómo me encantaba ese algodón de azúcar que se quedaba pegado al suelo. Los ovnis inesperados. Los trozos de perritos calientes cubiertos de cátsup y esparcidos debajo de las gradas como si fueran, no sé, dedos gordos o algo así.

      Iván se ofrecía a compartir su comida de gorila conmigo, y Stella y Ruby siempre estaban listas para pasarme una zanahoria o una manzana. Pero me negaba. Necesitaba estar en forma, ser resistente, mantenerme fiel a mi naturaleza salvaje.

      De acuerdo, tal vez de vez en cuando me comía un plátano del desayuno de Iván.

      Pero luego las cosas cambiaron. Me volví civilizado. Doméstico. Una mascota.

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      No me malinterpretes. Definitivamente tiene sus ventajas. Julia, que es toda una artista, pintó mi nombre en un tazón de comida. Me dio esta manta tan maravillosamente suave en la que se puede hacer

      el baile de cama por siempre hasta que logres acurrucarte.

      Adoro esa manta. Pero no puedo dormir sin Noesquetepilla, el viejo gorila de peluche de Iván.

      Por supuesto, justo cuando tengo marcados mi manta y Noesquetepilla con la cantidad correcta de Eau de Bob, la madre de Julia hace lo impensable. Los arroja en la lavadora y elimina hasta el último rastro de… mí.

      Hay otras indignidades que tolero.

      La caminata diaria con una cuerda de tira y afloja, después de haber salido sin correa durante toda mi vida.

      Los intentos de entrenarme. Como si eso fuera a pasar alguna vez.

      Los besos y los arrumacos.

      Bueno, los arrumacos están bien, supongo.

      Pero no entiendo los besos, de verdad. Si quieres besar a tu perro, ¿por qué no le das una gran lamida en la cara y ya está?

      No importa. ¿Y qué pasa si me he vuelto un poco mimado? ¿Un poco doméstico?

      Hay una gran diferencia entre ser doméstico y ser un cobarde.

      Otra confesión

      Lástima que no puedo negar la verdad.

      Soy ambas cosas.

      Grillo bravucón

      Cuando Julia regresa de su paseo, corro y le doy un buen saludo al viejo estilo Bob. Muchos ladriditos y vueltas, seguidos de algunos intentos de saltar a sus brazos.

      Los humanos adoran esas cosas.

      Julia me dirige una mirada severa y dice:

      —Abajo, Robert.

      Salto un poco más porque estoy decidido a convencerla de que soy incorregible. Indomable. Es parte de mi encanto. Mi sello único.

      —Abajo —dice ella de nuevo. Del bolsillo de su abrigo saca su pequeño pulsador de metal, junto con algunas golosinas.

      Odio ese pulsador. Se supone que sus clics deberían ayudar a entrenarme. Pero suenan más como un grillito bravucón.

      Ésta es la teoría. Hago algo bien, Julia da un clic. Me da un premio. Los clics me dicen cuándo me estoy comportando bien y los premios sirven como refuerzo.

      Si eso sucede las veces suficientes, se supone que yo me convertiré en un Buen Perro, justo delante de tus ojos.

      Bueno, pues no es así de fácil conmigo.

      —Abajo, Bob —Julia lo intenta de nuevo.

      Quiero un premio, pero no lo suficiente para ceder. Entonces opto por doblegarme y llegar a un acuerdo mutuo.

      Julia suspira.

      —Definitivamente eres un desafío.

      Descubro con disgusto que guarda las golosinas en su bolsillo.

      Creo que tal vez Julia me gusta demasiado.

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      Confiar

      Hace un tiempo a Julia se le metió en la cabeza que necesitaba mejorar mis modales. Fuimos a una clase de adiestramiento canino.

      En realidad, yo no estaba interesado en todo ese asunto de Sentado y Quieto y Baila un tango.

      ¿El peor mandato de todos? ¿La orden que es de verdad inexcusable, que sólo un humano habría podido inventar?

      SUÉLTALO.

      “Suéltalo” significa Sigue caminando, Bob. Por supuesto, hay un trozo de beicon a unos cuantos centímetros de tu hocico babeante, pero hazme un favor y simplemente finge que no está ahí, ¿de acuerdo?

      Bueno, eso no está bien. De donde vengo, nunca dejas pasar una comida gratis.

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