Obras Completas de Platón. Plato
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MENÉXENO. —Tú, Sócrates, siempre te burlas de nuestros oradores. Hoy, sin embargo, el que sea elegido no tendrá gran desahogo. Al recaer la elección repentinamente y sin estar apercibido, ¿quién sabe si no tendrá que correr los azares de una improvisación?
SÓCRATES. —¿Y qué importa? Mi querido amigo, estas gentes tienen siempre discursos preparados de antemano, y además no es cosa tan difícil improvisar en tales condiciones. ¡Ah!, si fuera preciso hacer el elogio de los atenienses ante los habitantes del Peloponeso, o de los habitantes del Peloponeso ante los atenienses, se necesitaría ser un gran orador para hacerse oír y aprobar; pero cuando se habla delante de los mismos que hay que alabar, en verdad no creo que sea asunto difícil pronunciar un panegírico.
MENÉXENO. —¿No lo crees, Sócrates?
SÓCRATES. —No, ¡por Zeus!
MENÉXENO. —¿Te creerías capaz de dirigir tú mismo la palabra si fuera preciso, y si la asamblea te hubiera escogido para ello?
SÓCRATES. —Me sorprende, mi querido Menéxeno, que me digas si soy capaz, cuando he aprendido la retórica bajo la dirección de una de las profesoras más hábiles, que ha formado un gran número de oradores excelentes, sobre todo uno que no tiene rival entre los griegos, que es Pericles, hijo de Jantipo.
MENÉXENO. —¿Quién es? Aunque sin dudar, será Aspasia[1] la que quieres decir.
SÓCRATES. —En efecto; y también Connos, hijo de Metrobio. He aquí mis dos maestros, éste en la música y Aspasia en la retórica. No es una cosa extraordinaria que un hombre formado de esta manera sobresalga en el arte de la palabra. Pero cualquier otro, que no hubiera recibido tan buena enseñanza como yo, aun cuando hubiera tenido por maestros a Lampro para la música, y a Antifón de Ramunte,[2] sería perfectamente capaz, alabando a los atenienses delante de los atenienses, de merecer su aprobación.
MENÉXENO. —Y si tuvieras que hablar, ¿qué dirías?
SÓCRATES. —De mi propio caudal quizá nada. Pero Aspasia, sin ir más lejos, pronunció ayer delante de mí un elogio fúnebre de estos mismos guerreros. Sabía lo que acabas de anunciarme: que los atenienses debían elegir un orador. Y entonces para darnos un ejemplo de lo que debería decirse, tan pronto improvisaba, tan pronto recitaba de memoria pasajes que acomodaba al objeto, tomándolos del elogio fúnebre que pronunció Pericles, y cuya producción tengo por suya.
MENÉXENO. —¿Y podrías recordarlas palabras de Aspasia?
SÓCRATES. —Pobre de mí, si no las recordara. Las aprendí de ella misma, y poco faltó para que me pegara por mi falta de memoria.
MENÉXENO. —¿Quién te impide repetírnosla?
SÓCRATES. —El temor de ofender a la profesora, si supiese que yo había recitado su discurso en público.
MENÉXENO. —No hay ningún peligro, Sócrates; habla y me harás un gran favor, sea el discurso de Aspasia o de cualquier otro. Habla, pues; te lo suplico.
SÓCRATES. —Pero quizá vas a burlarte de mí, viéndome, viejo como soy, entregarme a ejercicios propios de un joven.
MENÉXENO. —De ninguna manera, Sócrates. Habla sin temor.
SÓCRATES. —Pues bien, es preciso darte gusto. Si me pidieses que me despojara de mis vestidos y me pusiera a bailar, no estaría distante de satisfacer tu deseo, estando los dos solos. Escucha, pues. En su discurso, si no me engaño, comenzó hablando de los mismos muertos de la manera siguiente:
Discurso de Aspasia
Han recibido los últimos honores,[3] y helos aquí en la vía fatal, acompañados de sus conciudadanos y de sus parientes. Solo falta una tarea que llenar, que es la del orador encargado por la ley de honrar su memoria. Porque es la elocuencia la que ilustra y salva del olvido las buenas acciones y a los que las ejecutan. Aquí hace falta un discurso que alabe dignamente a los muertos, que sirva de exhortación benévola a los vivos, que excite a los hijos y hermanos de los que ya no existen a imitar sus virtudes, y que consuele a sus padres y a sus madres, así como a los abuelos que aún vivan. ¿Y qué discurso será propio para el objeto? ¿Cómo daremos principio al elogio de estos hombres generosos, cuya virtud era durante su vida la delicia de sus padres, y que han despreciado la muerte para salvarnos? Es preciso alabarles, a mi parecer, observando el mismo orden que la naturaleza ha seguido para elevarlos al punto de virtud a que han llegado. Fueron virtuosos, porque nacieron de padres virtuosos. Alabaremos desde luego la nobleza de su origen, después su educación y las instituciones que les han formado, y expondremos, por último, cuán dignos se han hecho de su educación y de su nacimiento por su buena conducta. La primera regalía de su nacimiento es el no ser extranjeros. La suerte no les ha arrojado a una tierra extraña. No, ellos son hijos del país; habitan y viven en su verdadera patria; son alimentados por la tierra donde moran, no como madrastra, como sucede en otros países, sino con los cuidados de una madre.
Y ahora que ya no existen, descansan en el seno de esta tierra misma que les engendró, que les recibió en sus brazos al salir al mundo, y que los alimentó durante su vida. A esta madre es a la que debemos rendir nuestros primeros homenajes, y esto equivaldrá a alabar el noble origen de estos guerreros.
Este país merece los elogios, no solo nuestros, sino de todo el mundo por muchas causas, y sobre todo por ser querido del cielo; testigos la querella y el juicio de los dioses[4] que se disputaban su posesión. Viéndose honrado por los dioses, ¿cómo se le ha de negar el derecho a serlo por todos los hombres? Recordemos, que cuando la tierra entera no producía más que animales salvajes, carnívoros o herbívoros, nuestro país se mantuvo libre de semejante producción, sin que en él nacieran animales feroces.
Nuestro país no escogió, ni engendró, entre todos los animales más que al hombre, que por su inteligencia domina sobre los demás seres, y es el único que conoce la justicia y las leyes. Una prueba patente de que esta tierra ha producido a los abuelos de estos guerreros y los nuestros, es que todo ser, dotado de la facultad de producir, lleva consigo los medios necesarios para aquello que produce; así es como la verdadera madre se distingue de la que finge serlo, faltando a esta el saco nutridor para el recién nacido. Nuestra tierra, que es nuestra madre, ofrece la misma prueba incontestable. Ella ha dado el ser a los hombres que la habitan, puesto que es la única, y la primera que, en esos remotos tiempos, ha producido un alimento humano, la cebada y el trigo,