Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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pronto la envidia produjo el odio, y Atenas se vio precisada, a pesar suyo, a volver sus armas contra los griegos. Comenzada la guerra, combatió en Tanagra[10] contra los lacedemonios por la libertad de los beocios. Esta primera acción no tuvo resultado, pero una segunda fue decisiva, porque los demás aliados de los beocios los abandonaron y se retiraron, pero los nuestros, después de haber vencido al tercer día en Oinófita,[11] restituyeron a su patria a los beocios injustamente desterrados. Éstos fueron los primeros atenienses, que, después de la guerra pérsica, defendieron contra griegos la libertad de otros griegos, libertaron generosamente a los que socorrían, y fueron los primeros que con honor han sido depositados en este monumento en nombre de la república.

      Entonces se encendió una terrible guerra; todos los griegos invadieron y arrasaron el Ática, y pagaron a Atenas con culpable ingratitud. Pero los nuestros los vencieron por mar. Los lacedemonios, que se habían puesto a la cabeza de sus enemigos, en lugar de exterminar a nuestros prisioneros en Sfagia, como hubieran podido hacerlo, los perdonaron, los entregaron y concluyeron la paz. Creían que a los bárbaros era preciso hacerles una guerra de exterminio, pero que tratándose de hombres de un origen común, solo debía combatirse por la victoria, porque nunca era justo, por el resentimiento particular de una ciudad, arruinar la Grecia entera. ¡Honor a los valientes que sostuvieron esta guerra y descansan ahora en este monumento! Si alguno pudiera suponer que en la guerra contra los bárbaros hubo un pueblo más valiente o más hábil que los atenienses, ellos han probado cuán falsa es esta suposición. Lo han probado por su superioridad en los combates, en medio de las divisiones de la Grecia, puesto que triunfaron de los pueblos de más nombradía, y que vencieron con sus solas fuerzas a los mismos que habían concurrido con ellos para vencer a los bárbaros.

      Después de esta paz, una tercera guerra se encendió, tan inesperada como terrible. Muchos buenos ciudadanos perecieron en ella, que descansan aquí, así como en Sicilia gran número de ellos, después de haber conseguido en aquel punto muchos triunfos por la libertad de los leontinos que habían ido a socorrer en virtud de tratados. Pero lo largo del camino y el apuro en que entonces se hallaba Atenas, impidieron el socorrerlos, y, perdida por ellos toda esperanza, sucumbieron; pero sus enemigos se condujeron con ellos con más moderación y generosidad que la que en muchas ocasiones habían mostrado los amigos.[12] Muchos perecieron en los combates sobre el Helesponto, después de haberse apoderado en un solo día de toda la flota del enemigo, y después de otras muchas victorias. Pero lo que tuvo de terrible y de inesperado esta guerra, como ya dije, fue el exceso de rivalidad que desplegaron los demás griegos contra Atenas. No se avergonzaron de implorar, por medio de embajadores, la alianza del gran rey, nuestro implacable enemigo, y de conducir ellos mismos contra griegos al bárbaro que nuestros esfuerzos comunes había arrojado de aquí. En una palabra, no se avergonzaron de reunir todos los griegos y todos los bárbaros contra esta ciudad.[13] Pero entonces fue cuando Atenas desplegó toda su fuerza y su valor. Se la creía ya perdida; nuestra flota estaba encerrada cerca de Mitilene;[14] un socorro de sesenta naves llega; la tripulación es lo más escogido de nuestros guerreros; baten al enemigo y libran a sus hermanos; mas, víctimas de una suerte injusta, fueron sumidos por las olas.[15] Pero descansa aquí su memoria, como un objeto eterno de nuestros recuerdos y de nuestras alabanzas; porque su valor nos aseguró, no solo el triunfo de esta jornada, sino también el de toda la guerra. Ellos han creado la idea de que nuestra ciudad jamás puede sucumbir, aunque todos los pueblos de la tierra se reúnan contra ella, y esta reputación no ha sido vana, porque si hemos sucumbido ha sido por nuestras propias disensiones, pero jamás por las armas de los enemigos; aun hoy día podemos despreciar sus esfuerzos; pero nos vemos vencidos y derrotados por nosotros mismos.

      Aseguradas la paz y la tranquilidad exterior, nos entregamos a disensiones intestinas; y fueron tales, que si la discordia es una ley inevitable del destino, cualquiera debe desear para su país que no experimente semejantes turbaciones. ¡Con qué interés y con qué afecto cordial los ciudadanos del Pireo y los de la ciudad se reunieron para resistir el ataque de los demás griegos! ¡Con qué moderación cesaron las hostilidades contra los de Eleusis! No busquemos en otra parte la causa de todos estos sucesos sino en la mancomunidad de origen, que produce una amistad durable y fraternal, fundada en hechos y no en palabras. Es igualmente justo recordar la memoria de los que perecieron en esta guerra los unos a manos de los otros, y puesto que estamos reconciliados nosotros mismos, procuremos reconciliarlos igualmente en estas solemnidades, en cuanto de nosotros depende, con oraciones y sacrificios, dirigiendo nuestros votos a los que ahora les gobiernan; porque no fueron la maldad ni el odio lo que les puso en pugna, sino una fatalidad desgraciada, y nosotros somos una prueba de ello, nosotros que vivimos aún. Procedentes de su misma sangre, nos perdonamos recíprocamente, por lo que hemos hecho y por lo que hemos sufrido.

      Restablecida la paz en todos rumbos, Atenas, perfectamente tranquila, perdonó a los bárbaros que no habían hecho más que aprovechar oportunamente la ocasión de vengarse de los males que ella les había causado; pero estaba profundamente resentida e indignada contra los griegos. Atenas recordaba con qué ingratitud habían pagado sus beneficios los que se unieron a los bárbaros, los que destruyeron los buques a que habían debido antes su salvación, los que derruyeron sus muros, cuando había impedido ella la ruina de los suyos. Resolvió, pues, no consagrarse a la defensa de la libertad de los griegos, ni contra otros griegos, ni contra los bárbaros, y realizó su resolución. Durante este acuerdo, los lacedemonios, creyendo a los atenienses, estos defensores de la libertad, como abatidos, juzgaron que ya nada les impedía esclavizar a toda la Grecia. Mas ¿para qué contar los sucesos que sobrevinieron?; no son tan lejanos, ni pertenecena otra generación. Nosotros mismos hemos visto los primeros pueblos de Grecia, los argivos, los beocios, los corintios, venir como aterrados e implorar el socorro de la república; y lo que es más maravilloso, hemos visto al gran rey reducido al punto de no poder esperar su salvación sino de esta misma ciudad, para cuya destrucción había trabajado tanto. Y ciertamente la única tacha merecida que se podría echar en cara a esta ciudad sería el haber sido siempre demasiado compasiva y demasiado llevada a socorrer al más débil. Entonces no supo resistir y perseverar en su resolución de no socorrer nunca la libertad de los que la habían ultrajado. Se dejó vencer, suministró socorros y libró a los griegos de la servidumbre, y permanecieron libres hasta que ellos mismos se sometieron a la coyunda. En cuanto al rey, no se atrevió a socorrerle por respeto a los trofeos de Maratón, de Salamina y de Platea, pero, permitiendo a los expatriados y a los voluntarios entrar a su servicio, ella le salvó incontestablemente.

      Después de haber levantado sus murallas y reconstruido sus buques, Atenas, preparada de esta manera, aguardó la guerra, y cuando se vio precisada a hacerla, defendió a los parios contra los lacedemonios. Pero el gran rey, comenzando a temer a Atenas desde que vio que Lacedemonia le cedió el imperio del mar, reclamó, como precio de los socorros que debía suministrar a nosotros y a los demás aliados, las ciudades griegas del continente de Asia, que los lacedemonios le habían en otro tiempo abandonado. Quería retirarse de la liga, y contando con una negativa, le servía de pretexto para conseguirlo. Los otros aliados engañaron su esperanza. Los argivos, los corintios, los beocios y los demás estados comprendidos en la alianza, consintieron en entregarle los griegos del Asia por una suma de dinero, y se comprometieron a ello por la fe del juramento. Solo nosotros no nos atrevimos a abandonarlos ni a empeñar nuestra palabra; tan arraigada e inalterable es entre nosotros esta disposición generosa que quiere la libertad y la justicia y este odio innato a los bárbaros, porque somos de un origen puramente griego y sin mezcla con ellos. Entre nosotros no hay nada de Pélope, ni de Cadmo, ni de Egipto, ni de Dánao, ni de tantos otros verdaderos bárbaros de origen, y griegos solamente por la ley. La sangre pura griega corre por nuestras venas sin mezcla alguna de sangre bárbara, y de aquí el odio incorruptible que se inocula en las entrañas mismas de la república a todo lo que es extranjero. Nos vimos, pues, abandonados de nuevo por no haber querido cometer la acción vergonzosa e impía de entregar griegos a los bárbaros. Pero, aunque reducidos al mismo estado que en otro tiempo nos había sido funesto, con la ayuda de los dioses la guerra se terminó esta vez más felizmente, porque al ajuste de la paz nosotros conservábamos nuestros buques, nuestros muros y nuestras colonias; tan ansioso estaba el enemigo de que terminara la guerra.[16] Sin embargo,

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