Obras Completas de Platón. Plato

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras Completas de Platón - Plato страница 114

Автор:
Жанр:
Серия:
Издательство:
Obras Completas de Platón - Plato

Скачать книгу

a los principios, y de los principios a las aplicaciones, aclaran con una doble luz las opiniones cuestionables. Estos procedimientos, que en este resumen no han podido ser indicados sino ligeramente, se presentan en la lectura del Lisis en todo su desarrollo, y dan una idea de la abundancia y de la fuerza de los medios que Platón, después de Sócrates, ha puesto a disposición de la filosofía.

      Lisis o de la amistad

      SÓCRATES — HIPÓTALES — CTESIPO — MENÉXENO — LISIS

      SÓCRATES. —Iba de la Academia al Liceo por el camino de las afueras a lo largo de las murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panoplo, encontré a Hipótales, hijo de Jerónimo (Hierónymus), y a Ctesipo del pueblo de Peanía,[1] en medio de un grupo numeroso de jóvenes. Hipótales, que me había visto venir, me dijo:

      —¿Adónde vas, Sócrates, y de dónde vienes?

      —Vengo derecho —le dije— de la Academia al Liceo.

      —¿No puedes venir con nosotros —dijo—, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin embargo, vale la pena.

      —¿Adónde y con quién quieres que vaya? —le respondí.

      —Aquí —dijo, designándome frente a la muralla un recinto, cuya puerta estaba abierta—. Allá vamos gran número de jóvenes escogidos, para entregarnos a varios ejercicios.

      —Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas?

      —Es una palestra —me respondió—, en un edificio recién construido, donde nos ejercitamos la mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que tendríamos un placer que tomaras parte.

      —Muy bien —le dije—, pero ¿quién es el maestro?

      —Es uno de tus amigos y de tus partidarios —dijo—, es Miccos.

      —¡Por Zeus!, ¡no es un necio; es un hábil sofista!

      —¡Y bien!, ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?

      —Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo que hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que allí se encuentran.

      —Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto —me dijo:

      —Pero tú, Hipótales, dime, ¿cuál es tu inclinación?

      Entonces él se ruborizó.

      —Hipótales, hijo de Hierónimo —le dije—, no tengo necesidad de que me digas si amas o no amas; me consta, no solo que tú amas, sino también que has llevado muy adelante tus amores. Es cierto que en todas las demás cosas soy un hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un don particular que es el de conocer a primer golpe de vista el que ama y el que es amado.

      Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más.

      —¡Vaya una cosa singular! Hipótales —dijo Ctesipo—. Te ruborizas delante de Sócrates y tienes reparo en descubrir el nombre que quiere saber, cuando por poco tiempo que permanezca cerca de ti, se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene llenos y hasta ensordecidos con el nombre de Lisis; y sobre todo, cuando se excede algo en la bebida, se nos figura, al despertar al día siguiente, que estamos oyendo el nombre de Lisis. Y todavía es disimulable cuando solo lo hace en prosa en la conversación, pero no se limita a esto, sino que nos inunda con sus piezas en verso. Y lo intolerable es el oírle cantar en loor de su querido con una voz admirable; sin embargo, nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus preguntas.

      —Ese Lisis —le dije—, es muy joven a mi entender. Supongo esto, porque al nombrarle tú, no he podido recordarle.

      —En efecto, solo se le conoce con el nombre de su padre, que todos saben quién es. Pero debes conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto una vez.

      —Dime, ¿de quién es hijo?

      —Es el hijo mayor de Demócrates, del demo de Exoné.

      —Tus amores, Hipótales, son nobles, y te honran en todos conceptos. Pero explícate ahora, como lo hacías delante de tus camaradas, porque quiero saber si conoces el lenguaje que conviene tener sobre amores delante de la persona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de otras personas.

      —Sócrates —me dijo—, ¿crees todo lo que te ha referido Ctesipo?

      —¿Quieres decir que no amas al que ha citado?

      —No —dijo—, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amores.

      —Ha perdido el buen sentido —dijo Ctesipo—; divaga y está fuera de sí.

      —Hipótales —le dije—, no tengo deseos de oír tus cánticos, ni tus versos, si realmente los has compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido en que están, para asegurarme de tus disposiciones respecto a la persona amada.

      —Ctesipo te lo dirá mejor —respondió—, porque debe saberlos perfectamente, puesto que dice tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores.

      —Sí, ¡por los dioses! —exclamó Ctesipo—, lo sé perfectamente, y es cosa sumamente graciosa. Hipótales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Lisis, abuelo suyo, y sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún. Últimamente, Sócrates, nos cantó una pieza sobre la hospitalidad que Heracles había merecido a uno de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Heracles, y que había nacido de Zeus y de la hija del que fundó el barrio de Exoné; leyendas referidas por todas las viejas, que él rebusca, canta, y nos obliga a que se las escuchemos.

      —Hipótales —dije yo entonces—, ¡vaya una cosa singular!, ¿compones y cantas tu propio elogio antes de haber vencido?

      —Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.

      —Por lo menos —le respondí yo—, tú no lo crees.

      —¿Qué quiere decir eso, Sócrates?

      —Es —le dije— que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria. Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos, cuando se los alaba y se los ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No piensas tú así?

      —Sí, verdaderamente —dijo.

      —Y cuanto más presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?

      —Es

Скачать книгу