Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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¡por Zeus!, sino para que le escarmientes.

      —La cosa no es tan fácil, porque Menéxeno es un hombre terrible, es un verdadero discípulo de Ctesipo. Y el mismo Ctesipo, ¿no ves que está cerca de ti?

      —No hagas caso de nada, y razona con Menéxeno; yo te lo suplico.

      —Razonemos; también yo lo quiero.

      Como cuchicheábamos entre nosotros, Ctesipo dijo:

      —¿Por qué habláis bajo, y no nos hacéis partícipes de la conversación?

      —Todo lo contrario; se os va a dar parte, porque hay una cosa que Lisis no comprende, y sobre la que quiere que yo interrogue a Menéxeno, que la entenderá mejor, según dice.

      —¿Por qué no preguntarle?

      —Es lo que voy a hacer. Menéxeno, dije yo entonces, responde, te lo suplico, a la pregunta que te voy a hacer. Hay una cosa que yo deseo desde mi infancia, así como cada hombre tiene sus caprichos; uno quiere tener caballos; otro, perros; otro, oro; otro, honores. Para mí todo esto es indiferente, y no conozco cosa más envidiable en el mundo que tener amigos, y querría más tener un buen amigo que la mejor codorniz,[5] el mejor gallo, y lo que es más, ¡por Zeus!, el más hermoso caballo y el más precioso perro del mundo; sí, ¡por el Perro!, yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío, y a Darío mismo; ¡tan apetecible y tan digna me parece la amistad! Y me llama la atención una cosa, y es que, siendo Lisis y tú tan jóvenes, hayáis tenido la fortuna de adquirir tan pronto un bien tan grande; tú, Menéxeno, inspirando a Lisis un afecto tan vivo y tan precoz; y tú, Lisis, que a tu vez has sabido conquistar a Menéxeno. Con respecto a mí, estoy tan distante de tal fortuna, que ni sé cómo un hombre se hace amigo de otro hombre. Aquí tienes la razón por la que te lo pregunto y te lo pregunto a ti, que tienes que saberlo.

      »Dime, pues, Menéxeno, cuando un hombre ama a otro, ¿cuál de los dos se hace amigo del otro? ¿El que ama se hace amigo de la persona amada, o la persona amada se hace amigo del que ama, o no hay entre ellos ninguna diferencia?

      —Ninguna a mis ojos —respondió.

      —¿Qué quieres decir con eso? ¿Ambos son amigos, cuando solo el uno de ellos ama al otro?

      —Sí, a mi parecer.

      —¿Pero no puede suceder que el hombre que ama a otro no sea correspondido?

      —Verdaderamente sí.

      —Y asimismo que sea aborrecido, como se cuenta de aquellos amantes que se creen aborrecidos por las personas que aman. Entre los más apasionados, ¡cuántos hay que no se creen correspondidos, y cuántos que se creen aborrecidos por esos mismos!, ¿no es verdad?, dime.

      —Es muy cierto —dijo.

      —En este caso el uno ama y el otro es amado.

      —Sí.

      —Y bien, ¿cuál de los dos es el amigo? ¿Es el hombre que ama a otro, sea o no correspondido, y si cabe aborrecido? ¿Es el hombre que es amado? ¿O bien no es ni el uno ni el otro, puesto que no se aman ambos recíprocamente?

      —Ni el uno, ni el otro, a mi parecer.

      —Pero entonces sentamos una opinión diametralmente opuesta a la precedente; porque, después de haber sostenido que si uno de los dos amase al otro, ambos eran amigos, decimos ahora que no hay amigos allí donde la amistad no es recíproca.

      —En efecto, estamos a punto de contradecirnos.

      —Así, aquel que no corresponde o no paga amistad con amistad no es amigo de la persona que le ama.

      —Así parece.

      —Por consiguiente, no son amigos de los caballos aquellos que no se ven correspondidos por los caballos, como no lo son de las codornices, ni de los perros, ni del vino, ni de la gimnasia, ni tampoco de la sabiduría, a menos que la sabiduría no les corresponda con su amor; y así, aunque cada uno de ellos ame todas estas cosas, no por eso es su amigo. Pero entonces falta a la verdad el poeta que ha dicho:

      «Dichoso aquel que tiene por amigos a sus hijos, caballos ligeros para las carreras, perros para la caza y un hospedaje en países lejanos».[6]

      —No me parece que se equivoca.

      —¿Es decir que tú tienes por verdadero lo que dice?

      —Sí.

      —En este caso, Menéxeno, el que es amado es el amigo del que le ama, sea que le corresponda o sea que le aborrezca, como los niños que no advierten ningún género de afección, y, si cabe, aborrecen a sus padres cuando se les corrige, y que en ningún momento están más predispuestos en contra de estos que cuando los manifiestan estos mismos mayor cariño.

      —Ésa es también mi opinión.

      —Luego el amigo no es aquel que ama sino el que es amado.

      —Así parece.

      —¿Por este principio es enemigo aquel que aborrece, y no aquel que es aborrecido?

      —Así parece.

      —En este concepto muchos son amados por sus enemigos y aborrecidos por sus amigos, puesto que el amigo es aquel que es amado, y no aquel que ama. Pero parece increíble, Menéxeno, o más bien imposible que uno sea «amigo de su enemigo y enemigo de su amigo».

      —Eso es cierto, Sócrates.

      —Si esto es imposible, ¿el que ama es naturalmente amigo del que es amado?

      —Así parece.

      —¿Y el que aborrece, es enemigo del que es aborrecido?

      —Necesariamente.

      —Henos aquí otra vez con la opinión que manifestamos antes: que muchos son amigos de los que no son sus amigos, y muchas veces de sus enemigos, cuando aman a quien no los ama o los aborrece. Además, muchas veces somos enemigos de gentes que no son enemigos nuestros, y que quizá son nuestros amigos, como cuando aborrecemos a quien no nos aborrece, y quizá nos ama.

      —Eso es probable.

      —Si el amigo no es el que ama, ni lo es el que es amado, ni tampoco el hombre que a la vez ama y es amado, ¿qué es lo que debemos deducir de aquí? ¿Existen entre los hombres otras relaciones, de las que pueda deducirse la amistad?

      —Yo, Sócrates, no veo ninguna.

      —¿Quizá, Menéxeno, al comenzar nuestra indagación, tomamos mal camino?

      —Así es, Sócrates —exclamó Lisis, ruborizándose al pronunciar esta palabra, que me pareció habérsele escapado, efecto de la mucha atención que prestaba a lo que estábamos diciendo, y que se advertía claramente en su semblante.

      Queriendo, pues, dar alguna tregua a Menéxeno, encantado como estaba yo del deseo de instruirse que manifestaba Lisis, emprendí con este la conversación.

      —Lisis —le dije—, creo que tienes razón, y que si hubiéramos

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