Obras Completas de Platón. Plato
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FEDRO. —Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar, sin que hable bien o mal.
SÓCRATES. —Tienes razón.
FEDRO. —Pues bien, doy principio… Pero verdaderamente.
Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. A pesar de todo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.
SÓCRATES. —Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, dado que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.
FEDRO. —Basta de broma, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?
SÓCRATES. —Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Iliso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.
FEDRO. —Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas.[5] Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.
SÓCRATES. —Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.
FEDRO. —¿Ves este plátano de tanta altura?
SÓCRATES. —¿Y qué?
FEDRO. —Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos, y, si queremos, también para acostarnos.
SÓCRATES. —Adelante, pues.
FEDRO. —Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Iliso, donde Bóreas robó, según se dice, la ninfa Oritía?
SÓCRATES. —Así se cuenta.
FEDRO. —Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y trasparente y esta ribera, todo convidaba para que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.
SÓCRATES. —No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Artemis Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.
FEDRO. —No lo recuerdo bien, pero dime ¡por Zeus!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?
SÓCRATES. —Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella jugaba con Farmacia, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas;[6] y aun podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda ha sido robada sobre esta colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de la quimera, y en seguida de estos las gorgonas, los pegasos y otros mil monstruos aterradores por su número y su rareza. Si nuestro incrédulo pone en obra su sabiduría vulgar, para reducir cada uno de ellos a proporciones verosímiles, tiene entonces que tomarlo por despacio. En cuanto a mí, no tengo tiempo para estas indagaciones, y voy a darte la razón. Yo no he podido aún cumplir con el precepto de Delfos, conociéndome a mí mismo; y dada esta ignorancia me parecería ridículo intentar conocer lo que me es extraño. Por esto es que renuncio a profundizar todas estas historias, y en este punto me atengo a las creencias públicas.[7] Y como te decía antes, en lugar de intentar explicarlas, yo me observo a mí mismo; quiero saber si yo soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o un animal más dulce, más sencillo, a quien la naturaleza le ha dado parte de una chispa de divina sabiduría. Pero, amigo mío, con nuestra conversación hemos llegado a este árbol, adonde querías que fuésemos.
FEDRO. —En efecto, es el mismo.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, ¡precioso retiro! ¡Qué copudo y elevado es este plátano! Y este agnocasto, ¡qué magnificencia en su estirado tronco y en su frondosa copa! Parece como si floreciera con intención para perfumar estos preciosos sitios. ¿Hay nada más encantador que el arroyo que corre al pie de este plátano? Nuestros pies sumergidos en él, acreditan su frescura. Este sitio retirado está sin duda consagrado a algunas ninfas y al río Aqueloo, si hemos de juzgar por las figurillas y estatuas que vemos. ¿No te parece que la brisa que aquí corre tiene cierta cosa de suave y perfumado? Se advierte en el canto de las cigarras un no sé qué de vivo, que hace presentir el estío. Pero lo que más me encanta son estas hierbas, cuya espesura nos permite descansar con delicia, acostados sobre un terreno suavemente inclinado. Mi querido Fedro, eres un guía excelente.
FEDRO. —Maravilloso Sócrates, eres un hombre extraordinario. Porque al escucharte se te tendría por un extranjero, a quien se hacen los honores del país, y no por un habitante del Ática. Probablemente tú no habrás salido jamás de Atenas, ni traspasado las fronteras, ni aun dado un paseo fuera de muros.
SÓCRATES. —Perdona, amigo mío. Así es, pero es porque quiero instruirme. Los campos y los árboles nada me enseñan, y solo en la ciudad puedo sacar partido del roce con los demás hombres. Sin embargo, creo que tú has encontrado recursos para curarme de este humor casero. Se obliga a un animal hambriento a seguirnos, mostrándole alguna rama verde o algún fruto; y tú, enseñándome ese discurso y ese papel que lo contiene, podrías obligarme a dar una vuelta al Ática y a cualquier parte del mundo, si quisieras. Pero, en fin, puesto que estamos ya en el punto elegido, yo me tiendo en la hierba. Escoge la actitud que te parezca más cómoda para leer, y puedes comenzar.
FEDRO. —Escucha.
«Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos, porque no soy tu amante. Porque los amantes, desde el momento en que se ven satisfechos, se arrepienten ya de todo lo que han hecho por el objeto de su pasión. Pero los que no tienen amor no tienen jamás de qué arrepentirse, porque no es la fuerza de la pasión la que les ha movido a hacer a su amigo todo el bien que han podido, sino que han obrado libremente, juzgando que servían así a sus más caros intereses. Los amantes consideran el daño causado por su amor a sus negocios, alegan sus liberalidades, traen a cuenta las penalidades que han sufrido, y después de tiempo creen haber dado pruebas positivas de su reconocimiento al objeto amado. Pero los que no están enamorados, no pueden, ni alegar los negocios que han abandonado, ni citar las penalidades sufridas, ni quejarse de las querellas que se hayan suscitado en el interior de la familia; y no pudiendo pretextar todos estos males, que no han llegado a conocer, solo les resta aprovechar con decisión cuántas ocasiones se presenten de complacer a su amigo.
»Se alegará quizá en favor del amante, que su amor es más vivo que una amistad ordinaria, que está siempre dispuesto a decir o hacer lo que puede ser agradable a la persona que ama, y arrostrar por ella el odio de todos; pero es fácil conocer lo falaz de este elogio, puesto que, si su