No te alejes de mí - Innegable atracción. Melissa Mcclone

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No te alejes de mí - Innegable atracción - Melissa Mcclone Omnibus Jazmin

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Hughes. Vio que parecían preocupados. Se quedó sin aliento al pensar que iban a decirle que el escalador había muerto o que estaba mucho peor. Era un hombre joven, casado y con dos niños.

      –Hola, doctor –le dijo Will–. ¿Tienes el teléfono móvil apagado?

      –Me he quedado sin batería –repuso Cullen–. Y por aquí no hay muchos lugares para recargar.

      –El caso es que hemos estado tratando de localizarte –le dijo Will.

      A Cullen se le hizo un nudo en la garganta.

      –¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

      –Se trata de Sarah Purcell. Han encontrado tu nombre como persona de contacto en caso de emergencia.

      Al oír su nombre, se quedó sin aliento y tiró la taza de café al suelo.

      –No te preocupes, yo lo limpio –le dijo Paulson tomando rápidamente un puñado de servilletas.

      Cullen se puso en pie y miró al policía.

      –¿Qué le ha pasado a Sarah?

      –Ha habido un accidente en el monte Baker –le dijo Townsend.

      –¿Un accidente? –preguntó Cullen.

      –Aún no tenemos muchos detalles, pero parece que Sarah estaba en el cráter cuando se produjo una explosión de vapor. La golpeó una roca y cayó desde bastante altura.

      Se quedó sin aliento y sintió que se estremecía. Ni siquiera veía con claridad. Hughes lo sujetó por el brazo para evitar que se cayera.

      –Tranquilo, respira hondo –le dijo Paulson.

      Sintió que lo sentaban de nuevo en la silla. No podía creerlo.

      «Sarah… Por favor, Señor. No, ella no», se dijo a modo de oración.

      Sus emociones se arremolinaban en su interior. Estaba muerto de miedo. Pensó en su hermano gemelo, Blaine. Los recuerdos llenaron su cabeza y sintió que se mareaba.

      –¿Está…? –preguntó con voz temblorosa.

      No entendía qué le ocurría. Después de todo, era médico. La muerte era algo con lo que convivía a diario en el hospital. Pero en ese momento, ni siquiera se atrevía a decir la palabra.

      Will se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos.

      –Sarah está en un hospital de Seattle –le dijo.

      No estaba muerta…Sintió que se le quitaba un inmenso peso de encima y se le llenaron de lágrimas los ojos. Llevaba meses sin verla. Su intención había sido salir de la vida de Sarah y seguir su camino, pero nunca había querido que le pasara nada malo.

      Estaba ingresada en uno de los mejores centros del noroeste del país.

      Cullen parpadeó y tragó saliva. Tenía que calmarse y tomar una decisión. Él vivía en Hood Hamlet y sabía que Sarah recibiría el mejor tratamiento posible en ese hospital, pero tenía que asegurarse de que era la atención adecuada. Pensó que era un alivio que Seattle estuviera solo a cuatro horas en coche.

      Se puso de pie. Estaba cansado, pero tenía que ir.

      –Voy para allá –les dijo.

      –Espera, no tan rápido –le dijo Hughes–. Nos han estado informando. Sarah está en el quirófano de nuevo.

      Apretó con fuerza los puños al oírlo. No le parecía buena señal que ya la hubieran operado más de una vez. Esa cirugía podía significar cualquier cosa. A lo mejor trataban de aliviar la presión sobre el cerebro. Sabía que los volcanes no eran lugares seguros. Ser vulcanóloga había puesto a Sarah en peligro en más de una ocasión, pero hasta entonces se había limitado a tener algún golpe o contusión. Pero eso…

      Cullen se pasó la mano por el pelo. Recordó que era médico y que tenía que controlarse.

      –¿Os han dado ya algún pronóstico? ¿Qué es exactamente lo que tiene?

      Hughes tocó el hombro de Cullen con la compasión de un amigo.

      –Está en estado crítico –le dijo su compañero.

      No podía creer que, mientras él había estado en la montaña salvando una vida, Sarah había estado luchando por la suya. Estaba muerto de miedo y sintió cierta culpabilidad, algo que le resultaba muy familiar. No había sido capaz de ayudar a Blaine, pero necesitaba estar al lado de Sarah y ayudarla al menos a ella.

      Se dio cuenta de que no podía perder más tiempo. Sarah necesitaba a alguien con ella.

      –Tengo que irme a Seattle –les dijo mientras agarraba su mochila.

      –Johnny Gearhart tiene un avión y Porter ya está hablando con él para arreglarlo todo. Te llevaré en tu coche a casa para que te cambies y hagas la maleta. ¿De acuerdo?

      Abrió la boca para protestar. Llevaba poco tiempo viviendo en Hood Hamlet. De vez en cuando, se tomaba alguna cerveza y veía los partidos con esos hombres, pero no confiaba más que en sí mismo y no le gustaba pedir ayuda. Se tragó sus palabras y decidió aceptar lo que le ofrecían de manera tan generosa.

      –Gracias –les dijo.

      –Para eso estamos los amigos –repuso Hughes–. Venga, vámonos.

      Cullen asintió con la cabeza mientras Paulson recogía su equipo e iba tras ellos.

      –Entonces, ¿quién es Sarah? ¿Un familiar? ¿Tu hermana? –le preguntó el hombre.

      –No –dijo Cullen–. Sarah es mi esposa.

      «¿Dónde estoy?», se preguntó Sarah Purcell.

      Quería abrir los ojos, pero le daba la impresión de que tenía los párpados pegados. Por mucho que lo intentara, no podía abrirlos. No entendía qué le estaba pasando.

      Sintió un fuerte dolor y tardó un minuto o más en darse cuenta de que era la cabeza lo que le dolía. Notó poco después que, aunque el dolor en la cabeza era el más intenso, le dolía todo.

      Pero era un dolor lejano, como si no fuera del todo suyo. Había sufrido dolores peores.

      Sintió frío por todo el cuerpo y de pronto, mucho calor. Y el aire olía diferente. Sabía que debía estar imaginándolo, pero le daba la impresión de que tenía algo metido en la nariz.

      Oyó de repente un pitido electrónico. No reconoció el sonido, pero ese ritmo constante le dio más sueño aún. Decidió que no había motivo alguno para abrir los ojos. No cuando lo que quería era volver a dormirse.

      –Sarah.

      La voz del hombre atravesó la espesa neblina que rodeaba a su mente. Le sonaba de algo, pero no sabía de qué. No le extrañó. Después de todo, no tenía ni idea de dónde estaba, por qué estaba tan oscuro ni de dónde salía ese pitido.

      Tenía

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