Reclamada por el jeque. Pippa Roscoe
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Sin embargo, y a pesar de la advertencia, no había podido romper el contacto. Era menuda, casi diminuta si se comparaba con los casi dos metros de él, pero cada centímetro de ella transmitía energía. Su piel, ligeramente bronceada a pesar del invierno en Nueva York, le había calentado por dentro y sus dedos habían anhelado introducirse entre los mechones rizados del pelo largo y del color del azúcar quemado.
Se había distraído un momento y ella había desaparecido, pero era muy posible que hubiese sido para bien. Miró el reloj. Quizá debiera volver a la embajada. Seguramente, la fiesta de fin de año sería mucho más animada que esa, que era más aburrida que una morgue. Al principio, la idea de una reunión con todas las mejores cuadras de Estados Unidos le había parecido fantástica, una oportunidad para sondear lo que había sido una idea que Antonio había mencionado por encima, pero que, una vez adoptada por Dimitri y él, estaba convirtiéndose en algo muy tentador, crear una cuadra de caballo de carreras de fama mundial. Barajaron varios nombres distintos, pero siempre volvían al mismo, El Círculo de los Ganadores.
Deberían haber estado allí acompañándolo. Los dos estudiantes que había conocido hacía unos cuatro años, cuando todos empezaban sus estudios, se habían convertido enseguida en los hermanos que no había tenido. Obligados a llevar el estilo de vida estadounidense de la universidad, se habían unido por su decisión de triunfar tanto en los estudios como en los placeres. Esa amistad que había nacido por unos intereses parecidos se había convertido en algo más… vital. El palacio era un sitio solitario para un chico, un hijo único de la familia real, y nunca había tenido unas amistades tan íntimas.
Esa noche debería haber sido increíble, iba a ser la última Nochevieja que pasaría en Nueva York antes de que volviera a Ter’harn y a sus obligaciones, había querido que fuera la última oportunidad de ser… libre. Sin embargo, Antonio había tenido que ir con sus padres y su hermana y Dimitri había tenido que quedarse en Grecia para sacar a su medio hermano de un escándalo.
Allí estaba, solo en el Langsford, donde, al parecer, no podía escapar de su estirpe real y la conversación se había centrado en él y no en los caballos y las carreras. Por un momento, le había parecido que podía haber encontrado algo distinto en una belleza de ojos y pelo oscuro, pero había desaparecido y una descarada americana estaba tirándole los tejos delante de todo el mundo.
Ella volvió a reírse y ya no pudo más.
Se olvidó de toda la cortesía diplomática que le habían inculcado y salió de ese círculo humano dejando a uno de los hombres con la palabra en la boca. Le perdonarían porque, al fin y al cabo, era de la realeza.
Se dirigió hacia la puerta, pero vio a los organizadores del festejo y supo que lo retendrían si lo veían. Se desvió hacia una puerta de cristal que llevaba a la terraza, donde, si tenía suerte, habría una puerta en el otro extremo. Salió a la terraza que rodeaba el edificio y recibió el impacto del aire gélido, pero ni eso podía compararse con lo que había sentido cuando sus ojos se encontraron con los de esa chica. Era una pena marcharse sin saber cómo podría haber acabado eso, pero era más seguro, mucho más seguro.
El viento le llevó el sonido de unas voces airadas. Frunció el ceño y vio dos figuras entre las sombras, justo antes de la curva. Eran un hombre y… esa mujer. Antes de que pudiera reaccionar, vio que la mujer se soltaba del hombre, pero que él la arrinconaba contra la pared de ladrillo que tenía detrás.
–Déjame, Scott.
–No me vengas con esas, Mase… –la voz del hombre le llegó amortiguada porque tenía la cabeza contra el cuello de ella.
–Estás haciendo el ridículo, basta ya.
La mujer lo dijo con más firmeza que enojo e intentó apartarlo.
–Venga, Mason, llevas casi tres meses haciéndome… ojitos.
–No he hecho nada de eso, Scott. Voy a volver adentro.
–Ni hablar.
El hombre fue a agarrarle del brazo otra vez en el tiempo que tardó Danyl en llegar hasta ellos.
–¡Suéltame!
–La señora le ha dicho que basta ya –intervino Danyl en voz alta.
Le costaba dominarse, no soportaba a los hombres así, a los hombres que no aceptaban una negativa.
–Lárguese, esto no es asunto suyo.
Danyl miró a la morena y no vio nada que le indicara que estaba fingiendo. Sus enormes ojos marrones tenían un brillo de impotencia y de cierto miedo y tenía el cuerpo como encogido, como si quisiera reducir al máximo el contacto físico con ese hombre.
El hombre se dio la vuelta y se enfrentó a Danyl con arrogancia.
–Si alguien va a marcharse, es…
Danyl lo vio llegar desde un kilómetro. El hombre lanzó todo el cuerpo con un gancho más bravucón que otra cosa. No tuvo que esforzarse para detener el ataque y golpearle la nariz con el otro puño.
Se oyó un chasquido bastante desagradable acompañado por la exclamación de asombro de la mujer y del aullido del hombre que estaba doblado por la cintura con las manos en la nariz. Entonces, se incorporó, les miró con furia a la mujer y a él y se alejó apresuradamente dejando un reguero de improperios antes de entrar en el edificio.
Él volvió a mirar a la mujer, que todavía no sabía cómo se llamaba. Se había separado de la pared y temblaba ligeramente. Lo miró con unos ojos tan oscuros como la noche, pero había desaparecido todo rastro de miedo y había dejado paso a la rabia.
–¿Está…?
–¿Puedes saberse por qué ha hecho eso? –le preguntó ella con acento australiano.
–¿Qué?
–Lo tenía controlado.
Ella pasó a su lado y él intentó concentrarse en esa reacción que no se había esperado, y no en la descarga que había notado por su contacto.
–Seguro –replicó él dándose la vuelta para mirarla–. Ese hombre estaba…
–Bebido, era inofensivo. Podría haberlo resuelto yo sola.
–Seguro –repitió él–. No creo que llegue al metro sesenta.
–El tamaño no importa –replicó ella con indignación.
Él entrecerró los ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para no rebatirle, aunque, al parecer, ella había captado lo que había querido decir con la misma claridad que si lo hubiese dicho.
–¿De verdad…? –preguntó ella en un tono tan burlón que Danyl ya no pudo soportarlo.
Quizá debería no haberse metido en esa disputa, y encontrarse con los organizadores del festejo habría sido mejor que eso.
Ella resopló con delicadeza y desapareció por la puerta que llevaba al festejo.
Mason agitó las manos. Le temblaban un poco, pero era el único vestigio que le quedaba de lo que había pasado