Reclamada por el jeque. Pippa Roscoe
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Lo que no había podido dominar había sido la reacción al hombre que había sido el causante de que hubiese salido a la terraza y que le había roto la nariz a Scott. Había intentado evitar su mirada y ese calor abrasador que sentía cada vez que sus ojos se encontraban. Sintió un escalofrío al recordarlo e intentó convencerse de que era por el frío, pero sabía que era demasiado dura para eso. La sensación por estar cerca de él era increíble, algo que solo había sentido cuando galopaba por las suaves laderas del criadero de caballos de su padre en Nueva Gales del Sur.
Se quedó en el vestíbulo que daba al salón o a los ascensores que la sacarían del Langsford. Le llegó el ruido de la fiesta y supo que no quería volver allí. Recuperó el abrigo largo y grueso del guardarropa, se quitó los zapatos de tacón, se puso unas botas negras mucho más cómodas y cálidas y se montó en el ascensor antes de que la viera alguien.
Mientras bajaba las treinta plantas, calculó cuánto faltaba para que volviera el autobús que iba a recogerlas. Entre dos y tres horas. Se miró en las paredes de espejo con tono dorado, pero vio dos ojos color avellana en un rostro que parecía una escultura de la perfección varonil que la miraban como si supieran algo de ella que no sabía ella misma.
–Lo tenía controlado –susurró ella con rabia a esa imagen que temía que no volvería a olvidar.
Se abrieron las puertas del ascensor y cruzó el vestíbulo con el suelo de mármol blanco y negro mientras hablaba muy en serio consigo misma. Lo tenía controlado con toda certeza, se repitió cuando llegó a la pesada puerta giratoria. La empujó con tanta fuerza que acabó despedida a la acera y directamente a la espalda de…
Se quedó sin respiración cuando su pecho se topó con una espalda musculosa, aunque un poco dura. Alargó una mano para sujetarse, pero comprobó que sus dedos se habían cerrado alrededor de un antebrazo también apabullantemente musculoso.
–Yo…
No pudo terminar la disculpa cuando el desconocido de la terraza se dio la vuelta y la desequilibró. Se habría caído si él no llega a tirar del brazo al que ella seguía aferrada… hasta que se encontró pegada al pecho de su teórico rescatador.
–Tenemos que dejar de…
–No acabe ese tópico –le advirtió ella.
–¿Siempre está tan enfadada? –le preguntó él en un tono entre burlón y de curiosidad sincera.
–No, es que… –ella sacudió la cabeza como si quisiera reordenar las ideas que se le desordenaban solo de verlo–. Suelo ser más coherente –concluyó ella con una sonrisa abatida.
Retrocedió para apartarse de su calidez, de su olor… Si había creído que ese hombre transmitía poder desde el extremo opuesto de la habitación, estar tan cerca, estar agarrada por él era abrumador. Miró hacia arriba y vio unos reflejos dorados en sus ojos increíblemente negros, unos reflejos maliciosos. Sus labios, que esbozaban una sonrisa casi irresistible, eran carnosos y tenían una sensualidad impertinente… y ella reaccionó de una forma completamente inesperada e inapropiada.
Apartó la mirada de ese magnetismo arrebatador y la dirigió hacia la calle. Le sorprendió que estuviese tan vacía. Todo el mundo debía de estar en una fiesta o en Times Square.
Eso era absurdo y tenía que olvidarlo. Mejor dicho, tenía que olvidarse de sí misma.
–Gracias –ella lo dijo al vacío, sin mirarle a él–. Por…
Mason hizo un gesto con la mano en dirección a la terraza y vio, por el rabillo del ojo, que él se encogía de hombros y que esbozaba una sonrisa irónica.
–Lo tenía controlado. ¿Se marcha?
Ella no podía distinguir el acento. Evidentemente, era de algún país árabe, pero no era de ninguno que hubiese pasado por el criadero de caballos de su padre.
–No.
Ella frunció el ceño, miró calle arriba y abajo y también se encogió de hombros.
–El autobús que nos llevará de vuelta a nuestro alojamiento no llegará hasta la una –añadió ella.
–¿Nuestro alojamiento…? –preguntó él en tono pensativo–. El plural es por…
–Por mí y los demás aprendices de jockey.
–Uno de ellos es…
–Scott, efectivamente. Él es otro de los aprendices de jockey.
–Y no quiere volver a la fiesta.
Él lo dijo como una afirmación y una advertencia a la vez. Mason arrugó los labios y negó con la cabeza sin dejar de mirar a la calle que tenía delante y de sentir la mirada de él clavada en ella.
–Yo tengo hambre –comentó él como si eso la incluyera a ella en cierto sentido–. ¿Te apetece ir a comer algo sin más intenciones que esa?
Ella esperó que él no pudiera oír el rugido de su estómago. Se le hacía la boca agua solo de oír la palabra «comer».
–¿No estabas esperando a Francesca?
Ella lo preguntó antes de que pudiera contener esa pregunta que, evidentemente, indicaba cierto interés en él.
–¿Quién?
–La chica con la que estabas hablando.
–¿La descarada americana?
–Sí, la descarada americana –contestó Mason riéndose por la descripción tan acertada.
–No, ella se centró en un duque cuando se dio cuenta de que no me interesaba.
Él se movió con sutileza, sin que ella se diera cuenta, y se puso donde tenía que verlo. La miró con un poco de detenimiento, pero sin llegar a ser desagradable. Ella sintió un cosquilleo en la piel que le llegó a las entrañas.
–Me gustaría comer algo, pero es casi medianoche de Nochevieja y no encontraremos nada abierto.
–Me lo abrirán a mí –replicó él con seguridad en sí mismo.
–Vaya, ¿qué tienes de especial?
–Soy un príncipe –contestó él con toda la arrogancia que conllevaba el título.
* * *
La risa de ella todavía le retumbaba en los oídos cuando se pusieron en marcha por las calles nevadas y con el guardaespaldas a una discreta e invisible distancia. Nadie se había reído de él en su vida, hasta que conoció a Antonio y Dimitri, claro. Sin embargo, esa risa había sido un sonido tan puro, tan espontáneo, que solo podía compararse a la alegría que se le extendía por el pecho. Esa joven indómita tenía algo especial, era como un regalo que él quería desenvolver muy despacio.