Ricos y despiadados. Cathy Williams
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Se acercó a Jade y pasó unos minutos observando con pasión aquella miniatura de sí misma. Había pensado muchas veces que era muy triste que sus padres no hubieran vivido para conocer a su nieta. Después fue hacia Jade, poniéndose en su campo de visión, se detuvo y habló lenta y claramente, usando al mismo tiempo las manos para preguntarle cómo había pasado el día. Recibió una serie de gestos de las manos en respuesta.
–No es minusválida –le había explicado pacientemente el especialista años atrás, cuando Sophie empezó a observar que su hija no respondía a los sonidos–. Es sorda. No profundamente. Puede oír, pero los sonidos son muy distantes y no tienen sentido para ella. Pero no es algo que destroce la vida, Sophie. Necesitas tiempo para aceptarlo, pero te sorprenderá ver cómo Jade sale adelante.
Todo el mundo en el pueblo sabía que Jade era sorda, y como los niños habían crecido con ella, eran conscientes de que tenían que ponerse frente a ella para hablarle. Eran especialmente tiernos y considerados con ella, y su profesora, Jesse, había aprendido el lenguaje de las manos y se lo había enseñado a los alumnos, haciendo de ello un juego del que todos disfrutaban.
Sophie había leído todo lo posible desde que el diagnóstico se confirmó. Había aprendido a hablar con gestos y había comenzado a recoger fondos en el pueblo y en los alrededores para diferentes organizaciones de ayuda a la infancia. Al mismo tiempo, intentaba recuperarse de su fracaso matrimonial.
Poco a poco, había dejado de pensar que la sordera de Jade era una suerte de castigo por su incapacidad como madre y esposa, pero la ruptura con Alan seguía dejando un gusto amargo en su vida.
Intentaba no pensar en él, pero sabía que no volvería a confiar en un hombre, que no volvería a entregarse para ser brutalmente herida. En los cinco años transcurridos había crecido y había enterrado los sueños juveniles que la hacían vulnerable, creando una muralla a su alrededor para defenderse del mundo.
Por eso la enfureció aún más comprobar que aquella noche, mientras yacía desvelada, en su cama, la asaltaban imágenes de Gregory Wallace, como mosquitos en una noche tórrida, zumbando a su alrededor, dispuestos a picarla.
Por suerte, no volverían a encontrarse, o al menos a charlar, aunque se cruzaran. O siempre podía hacer como si no lo hubiera visto, lo que era como pretender no ver una mosca en un vaso de leche. Pero no era lógico pensar que aquel hombre se enterrara en Ashdown. Esa clase de hombres no buscan la paz del campo, sino un símbolo de estatus, la mansión campestre, en la que reposar de vez en cuando de la agitada vida londinense.
De manera que cuando al día siguiente, alzó los ojos del libro que leía y lo vio acercarse a su mesa de la biblioteca, no hubiera podido decir si se sintió desconcertada o asustada. Ambas cosas. Sólo supo que su estómago empezó a saltar espasmódicamente, y que su mesa, que normalmente la protegía, le pareció una jaula de la que era imposible escapar.
En la luz clara de la mañana, era aún más peligroso de lo que le había parecido la noche anterior. Podía observar su rostro con detenimiento, los rasgos duros, cortantes, la intensa luz oscura de la mirada, la línea agresiva de la mandíbula. Avanzaba con la confianza de un animal de la selva, sin titubeos, y se detuvo un momento para saludar a una persona que leía en la sala.
Para ser alguien recién llegado, no cabía duda de que se había dado a conocer, pensó Sophie con sarcasmo. Debía de ser por su natural encanto y belleza. Alan tenía un efecto similar sobre la gente. Había pasado toda su vida creando una impresión externa, recibiendo halagos de las personas que se dejaban seducir por su imagen sin preguntarse qué había debajo.
Así que Sophie lo miró con espíritu crítico mientras se acercaba a su mesa y se detenía frente al mostrador.
–He vuelto –dijo como si no fuera evidente.
–¿No me diga?
–¿Ha mejorado su humor este día frío y claro? –la miró y, aunque no hacía nada más que mirar, Sophie tuvo la desagradable impresión de que la estaba analizando, calibrando cada uno de sus gestos y rasgos.
Se sentiría muy decepcionado si había esperado encontrar una mujer provinciana fascinada por su mera presencia, o una belleza local, dispuesta a coquetear con él. Llevaba una falda larga, casi hasta los pies, un jersey amplio, y nada revelaba las formas del cuerpo. Se había recogido el cabello en un moño y no llevaba ni una gota de maquillaje.
–¿Supongo que ha vuelto a por su libro sobre la emocionante historia de Ashdown? –señaló una sección de la biblioteca a su espalda–. A lo mejor encuentra algo por allí.
–¿Le molesta enseñarme? –no sonreía, pero algo en su voz mostraba que lo hacía interiormente. Debía de ser una sonrisa mundana y divertida ante alguien que carecía por completo de modales.
–No puedo dejar mi puesto. Le diré a Claire que se lo enseñe.
–Es verdad. No puede alejarse del mostrador cinco minutos, por si se amontonan las personas buscando sus libros.
–Eso es –dijo Sophie, negándose a responder a la burla. Sabía que se estaba mostrando desagradable, pero no le gustaba esa clase de hombres y le daba igual no ser simpática.
–¿Por qué no le dice a Claire que la sustituya? ¿Dónde está?
–Oh, bueno –dijo Sophie y levantando la tapa del despacho, salió fuera–. Sígame, por favor –añadió mirando por encima del hombro. Y antes de que pudiera replicar, se dirigió a la sección local de la biblioteca, deteniéndose frente a una balda que señaló.
–Me temo que esto es todo –dijo–. Y lo mejor debe ser… éste –retiró un libro de tapas duras y se lo tendió al hombre, que lo tomó con gesto obediente.
–Muy bien –le sonrió y Sophie le devolvió una educada sonrisa.
–Como le dije ayer, señor Wallace, si quiere saber más cosas, lo mejor es hablar con algunos vecinos –aunque sin duda ya lo había hecho, pensó Sophie. A juzgar por los rumores, aquel extraño tenía una vida social mucho más intensa que ella.
–¿Y usted? –preguntó Gregory cuando Sophie regresó a su mesa y se dedicó a completar su ficha.
–¿Yo? –Sophie lo miró con sorpresa.
–¿Por qué no come usted conmigo –explicó pacientemente el hombre– y me habla de su pueblo?
–Lo siento –dijo Sophie al instante–, pero no puedo.
–¿Por qué?
–Porque trabajo a la hora de la comida.
Gregory miró a su alrededor, asombrado por la declaración.
–¿Por qué?
–Porque… –Sophie suspiró y cruzó los brazos sobre el pecho. Sin duda la biblioteca no era el centro de una agitada metrópoli. No había más de cinco personas leyendo, si descontabas un puñado de niños en edad preescolar acompañados por sus madres.
A veces, Sophie se ocupaba de los pequeños, les leía cuentos y les enseñaba el alfabeto mientras las madres descansaban de ellos y elegían lectura. Pero nada de todo ello le exigía trabajar durante la hora del almuerzo.
–Porque