La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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El lingote de plata está en escondite norte; se encontrará tomando por el montículo del este, diez brazas al sur del peñasco negro con forma de cara.
Las armas se hallan fácilmente en la duna situada al N. punta del Cabo norte de la bahía, rumbo E. y una cuarta N.
J. F. Y eso era todo y, aunque a mí me resultó incomprensible, colmó de alegría al squire y al doctor Livesey.
—Livesey —dijo el squire—, le sugiero abandonar inmediatamente ese mezquino quehacer suyo. Pienso salir mañana para Bristol. En tres semanas… ¡En dos si fuera posible!… ¡En diez días! Sí, en diez días, tendremos el mejor barco, sí señor, y la mejor tripulación de Inglaterra. Hawkins será nuestro ayudante, ¡y valiente ayudante que has de ser, joven Hawkins! Usted, Livesey, irá como médico de a bordo, yo seré el comandante. Llevaremos con nosotros a Redruth, a Joyce y a Hunter. Con buenos vientos, que los tendremos, la travesía será rápida y sin dificultades. Encontraremos el sitio y después, ah, después, habrá tanto dinero, que podremos revolcarnos en él. Viviremos en el mayor lujo por el resto de nuestros días.
—Trelawney —dijo el doctor—, iré con usted y saldré fiador del empeño, también vendrá Jim, lo que será una garantía para nuestra empresa. Pero he de decirle, a ánimos de ser sincero, que hay una persona a quien temo.
—¿Y quién es él? —clamó el squire—. Dígame el nombre de ese perro.
—Usted —replicó el doctor—, porque sé cuánto le cuesta sujetar la lengua. Piense que no somos los únicos que conocen la existencia de este documento. Esos sujetos que han atacado esta noche la hostería —y que sin duda se trata de gente dispuesta a todo—, así como los que les aguardaban en el lugre, y supongo que otros que no debían estar muy lejos, todos son individuos decididos, cueste lo que cueste, a apoderarse de esas riquezas. Ninguno de nosotros debe andar solo hasta que podamos hacernos a la mar. Usted debe dejarse acompañar de Joyce y de Hunter cuando vaya a Bristol, y ninguno de nosotros dejará que se le escape una palabra de cuanto hemos descubierto.
—Livesey —contestó el squire—, siempre tiene razón. Estaré callado como una tumba.
Mi viaje a Bristol
A pesar de los deseos del squire, pasó algún tiempo antes de que estuviésemos listos para zarpar, y ninguno de nuestros planes —ni siquiera las intenciones del doctor Livesey de que yo permaneciera junto a él— pudo cumplirse a satisfacción. El doctor precisó ir a Londres en busca de un médico que se hiciera cargo de su clientela, el squire estaba muy atareado en Bristol, y yo permanecí en su mansión bajo los cuidados del viejo Redruth, el guardabosques, que no me dejaba ni a sol ni a sombra; pero los sueños de aventura, de lo que pudiera sucedernos en la isla y de nuestro viaje por mar, bastaban para llenar mis horas. Muchas de estas pasé contemplando el mapa y sabía de memoria hasta sus más mínimos detalles. Sentado junto al fuego en la habitación del ama de llaves, cuántas veces arribé a aquellas playas con mi fantasía desde cualquier rumbo, cuántas exploré aquellos territorios, mil veces subí hasta la cima del Catalejo y desde ella gocé los más fantásticos y asombrosos panoramas. Alguna vez imaginaba la isla poblada de salvajes, con los que combatíamos, otras la veía llena de peligrosas fieras que nos acosaban. Pero ninguno de mis sueños fue tan trágico y sorprendente como las aventuras que realmente nos sucedieron después.
Así pasaron las semanas, hasta que un buen día recibimos una carta que iba dirigida al doctor Livesey y con la siguiente indicación: «Para ser abierta, en caso de ausencia, por Tom Redruth o por el joven Hawkins». Obedeciendo la advertencia, la abrimos —o, por mejor decirlo, yo me encargué de ello, porque el guardabosques no era muy avispado en lectura, salvo impresa— y pude leer estas importantes nuevas:
Hostería del Ancora Vieja, Bristol, squire
… de marzo de 17…
"Querido Livesey:
Como ignoro si ya se encuentra en casa o si sigue en Londres, remito por duplicado la presente a ambos lugares.
He comprado el barco y ya está pertrechado. Está atracado en el puerto, listo para navegar. No puede usted imaginar una más preciosa goleta —un niño podría gobernarla—; desplaza doscientas toneladas y su nombre es la Hispaniola.
Me hice con ella gracias a un antiguo conocido, el señor Blandly, quien ha demostrado en todos los trámites la mejor disposición. Estoy admirado de cómo se ha puesto incondicionalmente a mi servicio, lo que por cierto he de decir ha sido secundado por todo el mundo en Bristol, desde el instante que sospecharon nuestro puerto de destino… quiero decir, lo del tesoro..."
—Redruth —dije, interrumpiendo la lectura—, esto va a disgustar profundamente al doctor Livesey. El squire ha hablado a pesar de sus advertencias.
—Bueno, ¿acaso no tiene todo el derecho a hacerlo? —gruñó el guardabosques—. Estaría bien que el squire no pudiera hablar porque así lo ordenase el doctor Livesey, pues sí…
Ante estas palabras, desistí de otro comentario, y continué leyendo:
"El propio Blandly fue quien encontró la Hispaniola, ha manejado todo el negocio con tanta habilidad, que la he comprado por nada. Ciertamente hay en Bristol cierta clase de gente que no aprecian a Blandly y han llegado a decir que este hombre de probada honradez sería capaz de cualquier cosa por hacerse de dinero, y que la Hispaniola era suya y que el precio por el que me la ha conseguido es exorbitante… ¡Calumnias! De todas formas, no hay nadie que se atreva a negar las excelencias del barco.
"Hasta el momento no he tenido tropiezo alguno. Los estibadores y los aparejadores no mostraban mucho entusiasmo por su trabajo, pero afortunadamente todo se ha resuelto. Lo que más preocupaciones me ha ocasionado ha sido la tripulación. Yo quería reunir una veintena —para el caso de encontrarnos con indígenas, piratas o esos abominables franceses—, y he tenido que vérmelas para poder seleccionar apenas media docena. Pero un extraordinario golpe de suerte me hizo dar con el hombre que yo necesitaba. Andaba yo paseando por el muelle, cuando, por pura casualidad, entablé conversación con él. Me enteré que había sido marinero, que ahora vivía de una taberna y que conocía a todos los navegantes de Bristol, ha perdido la salud en tierra y busca una buena colocación, como cocinero, que le permita volver a hacerse a la mar. La echa tanto de menos, que precisamente me lo encontré porque suele ir al muelle para respirar aire marino. Me ha conmovido —lo mismo les hubiera pasado— y, apiadándome de él, allí mismo lo contraté para cocinero de nuestro barco. Se llama John Silver «el Largo», y le falta una pierna, pero esa mutilación es la mejor garantía, puesto que la ha perdido en defensa de su patria sirviendo a las órdenes del inmortal Hawke. Y no percibe ningún retiro. ¡En qué abominables tiempos vivimos, Livesey!
"Mas no acaba ahí todo: creía no haber encontrado más que un cocinero, pero en realidad fue como dar con toda una tripulación. Entre Silver y yo en pocos días hemos conseguido reunir una partida de viejos lobos de mar, la gente más recia donde la haya. Desde luego no son un recreo para la vista, pero su traza es del más indomable coraje. Creo que podríamos desafiar a la mejor fragata. John «el Largo» ha conseguido, además, librarnos de los seis o siete que yo tenía contratados y que no eran más que marinos de agua dulce, como me hizo ver, nada aconsejables en una aventura de la importancia de la nuestra.
"Me encuentro perfectamente y mi ánimo es excelente; tengo el apetito de