El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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Читать онлайн книгу El truhan y la doncella - Blythe Gifford страница 12
Garren no quería que le siguieran recordando su traición.
—De modo que ya has hecho antes este viaje…
—Tres veces. Fui el año de la peste para rezar por todas las almas que estaban al cuidado del conde. Solo murieron el conde y la hermana que viajaba conmigo —sus ojos aún arrastraban la sombra de aquellas muertes—. La santa nos protegió al resto, y desde entonces hemos enviado a alguien todos los años para agradecérselo. Yo volví a ir el primer año del pontificado de Inocencio.
—¿Y la tercera vez?
La monja desvió la mirada hacia las cocinas.
—Fue años antes —recogió su cayado y se apoyó rígidamente para dar el primer paso—. Si me disculpas, debo ir a recoger mis cosas.
Garren la observó alejarse y sintió en sus carnes el esfuerzo que le suponía cada pisada. Tal vez hubiera hecho el viaje otras veces, pero siendo mucho más joven.
—Hermana, quisiera pedirte un favor.
—¿A mí? ¿De qué se trata, hijo mío?
—Ya sé que quieres hacer el viaje a pie como los demás, pero… —¿pero qué? ¿Qué excusa podía darle para que se ahorrara el suplicio de la caminata?—. Pero mi caballo, Roucoud, está acostumbrado a llevar un peso encima y le resultará muy duro caminar sin nadie —en realidad, su caballo de guerra apenas notaría la diferencia entre caminar sin jinete y con la pequeña monja en el lomo—. Además, como ya has hecho esta ruta podrías observar el camino desde el caballo y ayudar a guiar al grupo.
—Que Dios te bendiga por tu amabilidad, señor —un hoyuelo apareció en su mejilla al sonreír—. Estaba rezándole a Dios para que me brindase un poco de ayuda y apareces tú con un caballo que necesita el peso de un jinete.
—No confundas mi ayuda con la de Dios, hermana. Son dos cosas completamente distintas —y ella no tardaría en descubrirlo.
—A veces la ayuda de Dios aparece donde menos te lo esperas.
Y también el castigo de Dios, pensó Garren.
Dominica entró en la cocina, oscura y cargada de humo, seguida de cerca por Inocencio. De las vigas colgaban más conejos, pichones y ocas de los que había visto en su vida. El olor de la sangre seca se mezclaba con el pan recién hecho, y los mozos corrían a obedecer las furiosas órdenes del cocinero tan rápidamente como ella había escapado de la ira del Salvador.
Le había recordado a un Moisés furibundo. Seguramente sabía que ella les había dicho al simpático joven y a su mujer que había rescatado a lord William de la muerte. Pero ¿y qué? Si ella hubiese hecho algo tan milagroso querría que todo el mundo lo supiera. Aunque, por otro lado, la priora siempre le decía que el orgullo solo conducía a la destrucción. Era una de las máximas favoritas de la madre Juliana.
—¡Guardad cola! ¡Dadme un minuto! —gritaba el cocinero. Un joven mozo entró corriendo y añadió una hogaza del pan del día anterior a la abigarrada colección de quesos y verduras cubiertas de tierra que se amontonaban en la mesa y que el cocinero, sin dejar de mascullar, trataba de dividir en once partes iguales.
—El conde podría haber avisado de su generosidad con un día de antelación.
Dominica aguardó pacientemente al final de la cola, junto a la mujer medio sorda y su capa de exquisita calidad. La mujer agachó la cabeza y le sonrió al hombre alto y delgado que tenía delante, quien le devolvió la sonrisa. Dominica bajó la mirada para que no la descubrieran mirando y se sorprendió al ver las calzas rojas en los amplios tobillos de la mujer. A pesar de todas las insignias que llevaba al pecho no parecía una peregrina. ¿Podría ser una prostituta arrepentida?
—La comida es importante —dijo el hombre alto—. Ayuda a equilibrar los humores.
La mujer se llevó la mano a su oreja buena.
—¿Es usted médico, buen señor?
—Soy James Ardene —hizo una reverencia—. Médico de St. John’s.
—Vaya, nos alegrará contar con su compañía en el viaje.
—¿Dónde vive usted, buena mujer?
—En Bath. Y soy viuda. Agnes Cropton —el médico hizo otra reverencia antes de alejarse con su ración correspondiente, y ella movió los dedos a modo de despedida.
Una viuda… Dominica se arrepintió de haber sacado conclusiones precipitadas y recordó las palabras del Mesías: «No juzguéis y no seréis juzgados».
—Lamento su pérdida.
—¿Cuál?
—La de su marido. Y la de su oído también —Dominica suspiró, echando de menos el silencio del convento. Era mucho más fácil hablar con Dios que con desconocidos.
—Me refiero a qué marido —la mujer se llevó un trozo de queso a la boca aprovechando que el cocinero estaba de espaldas—. Y en cuanto a la sordera, me la provocaron las palizas de mi segundo marido. Dios lo castigó con una muerte temprana… Pero de eso hace muchos años.
—¡El siguiente! —gritó el cocinero—. Vamos.
Dominica dio un respingo.
—Me alegra contar con un médico en el grupo —continuó la viuda—. En el viaje podemos contraer enfermedades horribles. Cuando yo estaba en…
El cocinero le tiró de la manga.
—He dicho «vamos». ¿Es que está sorda?
—Pues sí, lo estoy —respondió la mujer, arqueando las cejas—. Dios lo guarde por su interés.
El cocinero le arrojó de malos modos la bolsa de comida.
—¡Mantén a ese chucho lejos de la mesa! —le gritó a Dominica—. ¡Ya se ha comido un trozo de queso! No pienso alimentar animales también.
La viuda hizo un guiño.
Inocencio no podría alcanzar la mesa ni estirándose sobre sus patas traseras. Dominica lo levantó con el brazo izquierdo y con el derecho agarró las tres últimas bolsas de comida.
—Para la hermana Marian y El Salvador —le dijo al ceñudo cocinero mientras salía de la cocina junto a la viuda Cropton—. En días como hoy no me importaría estar sorda de un oído…
—Puede ser muy útil cuando no quiero aburrirme. ¿Cómo te llamas, querida? ¿De dónde eres?
—Dominica —escudriñó el patio en busca de la hermana Marian y El Salvador mientras dejaba a Inocencio en el suelo—. Y vivo en el priorato.
—No pareces una monja.
—Todavía no lo soy, pero lo seré —afirmarlo ya la hacía sonreír.