El truhan y la doncella. Blythe Gifford
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El truhan y la doncella - Blythe Gifford страница 14
—Gracias por convencer a la hermana Marian de que monte a vuestro caballo. Sois un salvador incluso en los pequeños detalles.
—¡No soy un salvador! —exclamó él entre dientes, mirando a los otros peregrinos. Solo su férrea voluntad le impidió gritar, pensó ella—. Deja de decirles a los demás que lo soy.
—¡Pero vos salvasteis a lord William! —no se había preparado ningún otro discurso, así que solo pudo farfullar las mismas palabras que había oído—. En Poitiers, donde nuestro glorioso príncipe Eduardo triunfó con la ayuda de Dios y…
—Dios solo ayudó al crear un hatajo de cobardes franceses —parecía llevar el ceño fruncido pegado en el rostro, como si ella siempre le hiciera enfadar.
—¡Fue un milagro! —estaba convencida de lo que había oído sobre la extraordinaria victoria—. Los franceses nos rodeaban y superaban en número, y aun así fueron puestos en fuga por una mano invisible.
—Yo solo creo en las manos que puedo ver —levantó las manos, grandes, fuertes y callosas, pero capaces de transmitir una delicadeza extraordinaria, como ella misma había visto—. Fueron estas las manos que llevaron a Readington a casa, no las de Dios.
Dominica se había imaginado un espectro vestido de blanco descendiendo sobre el cuerpo inerte de lord William y devolviéndole la vida al tocarlo con sus dedos. Pero aquel hombre había cargado con lord William al hombro como un saco de harina.
—Lo llevasteis con la ayuda de Dios —hizo el signo de la cruz—. ¡Todo el mundo lo sabe!
Él dejó caer las manos al costado y suspiró con irritación.
—Nadie sabe nada. No hice más por él de lo que él hizo por mí.
Dominica parpadeó con asombro.
—¿Lord William os rescató de la muerte? —el conde era un hombre fuerte y bueno y Dios había protegido a sus súbditos, pero Dominica nunca había oído rumores de que lord William los devolviera a la vida—. Creía que os entregó un caballo.
Él guardó unos instantes de silencio.
—Me dio una nueva vida.
Dominica pensó si debería arriesgarse a preguntarle por esa nueva vida, pero en ese momento Inocencio salió corriendo tras un conejo que cruzaba el camino y se internó en un trigal. Los verdes y altos tallos se tragaron al conejo y al perro.
—¡Inocencio, ven aquí! —le gritó mientras se levantaba las faldas para echar a correr tras él.
El Salvador la agarró del brazo.
—Es un terrier. No puedes correr detrás de él cada vez que persiga un conejo.
—¡Pero se perderá! Nunca ha salido del convento.
Ni siquiera sabía dónde estaban. ¿Cómo iba Inocencio a encontrar el camino de vuelta? No llevaban ni un día fuera de casa y el mundo ya le parecía un lugar aterrador.
Los ladridos de Inocencio se perdieron en la distancia.
—Dile que nos traiga la cena —oyó que decía la viuda tras ella, riendo.
—Pero a él le gustan los nabos —dijo Dominica, pensando en las veces que había tenido que sacar al perro del huerto—. ¿Dónde va a encontrar nabos si se escapa y se pierde?
El Salvador seguía agarrándola de la muñeca.
—Deja que se divierta un poco.
—¿Pero y si no vuelve? ¿Qué será de él? —deseó que la hermana Marian regresara pronto. Ella entendería su angustia.
—Un perro al que le falta una oreja sabe arreglárselas solo —respondió él, sin soltarla. A Dominica le palpitaba la piel bajo sus dedos.
La otra oreja de Inocencio se erguía como el cuerno de un unicornio, y se agitaba como una pequeña ala cuando intentaba atraparse la cola. Dominica le había enseñado a hacerlo valiéndose de unos nabos, su hortaliza favorita. Si no volvía, ella no sabía si podría soportarlo. Y así se lo dijo a la hermana Marian mientras El Salvador la ayudaba a subir al caballo.
—Dios lo traerá de vuelta si así ha de ser. ¿Has rezado?
Dominica negó con la cabeza. Se sentía avergonzada por no haberlo hecho, pero no estaba segura de que Dios tuviera tiempo para buscar perros perdidos.
El escudero pasó junto a ella con una expresión desdeñosa y se detuvo frente al Salvador, pecho contra pecho, lo bastante cerca para demostrar que él también era un luchador. Tal vez necesitara demostrar algo, pensó Dominica, porque su aspecto era hermosamente angelical.
—Vámonos, sir Garren. No iremos a quedarnos aquí para esperar a un perro, ¿verdad?
—Vamos a quedarnos aquí hasta que yo lo diga —su voz era firme y autoritaria, y con ella les recordaba a Simon y a todos que él era el jefe y el único que daba las órdenes—. ¿Por qué no vas a comprobar si estamos todos, joven Simon?
El joven escudero se puso colorado hasta las orejas, pero se internó en el bosque sin decir palabra.
Antes de que Simon regresara lo hizo Inocencio, jadeando trabajosamente entre sus negros bigotes al asomar el hocico entre el trigo. Se acercó a Dominica e intentó atraparse el rabo, como si intentara congraciarse con ella para que lo perdonase. Ella lo levantó del suelo y lo apretó con fuerza contra el pecho.
—Perro malo.
La hermana Marian le rascó la oreja buena.
—¡No le hagas carantoñas por haberse escapado! La próxima vez puede que no regrese.
—Has de tener fe en Dios, Dominica.
O en el Salvador, se dijo a sí misma. Era él quien había retrasado la marcha para que a Inocencio le diera tiempo a volver.
—¡Toma! —le tendió el bulto de pelo negro a la hermana Marian—. Llévalo en el caballo para que no vuelva a escaparse.
La hermana Marian miró al Salvador en busca de aprobación.
—Puede que al caballo no le gusten los perros, mi niña.
—Roucoud es muy tolerante —dijo él con un atisbo de sonrisa.
—No puede montar todo el camino hasta Cornwall —arguyó la hermana Marian, pero de todos modos acomodó al perro delante de ella. Exhausto, Inocencio se desplomó en la silla mientras el grupo reanudaba la marcha.
Las amenazabas acechaban por doquier, pensó Dominica, adelantándose una corta distancia como si así pudiera dejar atrás sus inquietudes. Sabía que el viaje entrañaba peligros en forma de jabalíes salvajes o dragones, pero nunca había imaginado que pudieran perder a Inocencio.
El Salvador la alcanzó y caminó a su lado.
—No