El truhan y la doncella. Blythe Gifford
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Dominica contempló el sol de la mañana elevándose sobre el horizonte. Tenía una hoja de papel sobre una piedra plana, y su letra, pequeña y apretada, llenaba el preciado espacio en blanco de borde a borde, como le habían enseñado.
Pero ¿habría acertado con las palabras?
Solo llevaba un día fuera del priorato y ya se había alejado más de casa que en toda su vida. Ni siquiera sabía el nombre del lugar donde habían pasado la noche. Todo era nuevo, desconocido e inexplorado, y la sensación de novedad abrumaba a Dominica.
Los gorriones se acercaron tanto que casi podía tocarlos. Debía disfrutar de aquel momento y recoger sus experiencias por escrito para recordarlas más adelante… cuando no pudiera hablar de ellas sin permiso.
Quería escribir lo gracioso que había sido ver a Inocencio persiguiendo al conejo, sobre la joven pareja que siempre iba de la mano y lo preocupada que había estado por el cansancio de la hermana Marian la noche anterior.
Y quería escribir sobre él…
Mojó la pluma en el tintero y le dio unos golpecitos para soltar el exceso de tinta.
Camino llano y recto. Dormí bajo las estrellas.
Estrellas… Qué definición más pobre para las miles y miles de lucecitas que Dios encendía cada noche.
Añadió la palabra «incontables».
Frunció el ceño por las reducidas dimensiones del pergamino, un pobre trozo de piel lleno de raspaduras en el que nadie osaría copiar las palabras de Dios. Solo le quedaba espacio para una o dos palabras más.
¿Qué palabra elegiría para él?
«El Salvador», le sonaba demasiado blasfemo. «Garren», demasiado personal.
Finalmente escribió «el hombre».
Se quedó tan horrorizada al leerlo que se puso a raspar frenéticamente las palabras con la punta de la pluma hasta ocultarlas con una fea mancha negra.
Tenía que ser más que un hombre. Porque si solo fuera un hombre, ella reaccionaría como una mujer.
A solas en el refugio que le proporcionaban los árboles, antes de comenzar la nueva jornada, Garren meditaba su plan. Aún no había decidido si era un buen plan o no.
Agarró el relicario plateado que llevaba al cuello, retiró la tira de cuero que lo envolvía y extrajo las tres plumas de oca con las que pensaba dar el cambiazo en el santuario, cuando nadie estuviera mirando.
Volvió a acariciar la idea de entregarle a William las plumas de oca. Casi todas las reliquias eran falsas y William nunca sabría la diferencia.
Pero su promesa lo comprometía más que cualquier juramento a Dios.
Oyó el crujido de una ramita y desenvainó rápidamente su daga.
Dominica estaba de pie ante él, mirando boquiabierta las plumas en su envoltorio de lino. Se había puesto muy pálida y lo miraba fijamente con sus penetrantes ojos azules.
—Son plumas de las alas de santa Larina… —balbuceó—. Las alas que Dios le dio…
—Sí, así es —afirmó él. ¿Qué daño había en engañar a una chica cegada por la fe? Siempre sería mejor que confesarle sus planes—. Pero no debes decírselo a nadie —se llevó un dedo a los labios y meció la pluma como si fuera un niño pequeño—. Tengo que entregar estas plumas en el santuario, pero cuantos menos lo sepan mejor. Seguro que lo entiendes…
Los ojos de Dominica se abrieron como platos. Una de sus cejas se arqueaba como el ala de un pájaro, mientras que la otra parecía un ala rota.
—¿Dónde las has encontrado? —su susurro resonó en el bosquecillo como si estuvieran en una capilla.
—No puedo decírtelo —respondió él—. Espero que lo comprendas.
Ella sonrió y dejó escapar un suspiro que parecía de alivio.
—Sabía que erais especial en cuanto os vi en la ventana de la priora… Sentí lo mismo que siento cuando rezo ante las vidrieras de colores.
Él también había sentido algo, pero no tenía nada que ver con la oración.
Dominica farfulló algunas palabras en latín, y Garren asintió para aparentar que intentaba recordar el capítulo y versículo que recitaba.
Ni siquiera en el monasterio fue un buen estudiante.
—«Honrad al mensajero de Dios» —le explicó ella con una sonrisa—. Yo lo escribí.
—¿Tú qué?
—Bueno, a veces intento dar sentido a las palabras… —agachó la cabeza—. Por favor, corregidme si lo hago mal.
Él volvió a asentir. Su latín dejaba mucho que desear, pero ella no necesitaba saberlo.
—No debes hablarle a nadie de las plumas —le insistió. No quería que se propagaran más rumores sobre su supuesto vínculo con Dios.
Dominica miró las plumas, manteniendo las manos a la espalda.
—Las reliquias conservan el poder del santo… Pueden obrar un milagro.
Milagros. La chica creía en milagros.
—¿Alguna vez has presenciado un milagro?
—Conozco todas las historias.
—¿Y si solo fueran historias?
—¿Cómo podéis decir eso?
—Hay más peregrinos que milagros.
—Dios ayuda a los que creen.
—De modo que si no te curas es culpa tuya por no creer, no porque Dios sea incapaz de curarte…
Los ojos de Dominica ardieron de fervor religioso.
—Ha habido muchos milagros. El hijo del minero que se ahogó y fue resucitado por Thomas de Cantilupe. El monje que envolvió su brazo hinchado en la estola de Becket y…
—Y la milagrosa resurrección del conde de Readington en Poitiers —interrumpió él.
—Sí, lo que hicisteis fue un milagro —alargó la mano hacia la pluma y la mantuvo extendida sobre ella, como si la pluma desprendiera calor—. ¿Puedo… puedo tocarla?
«Por mi como si la tiras al suelo y la pisoteas», pensó él. Sentía celos por el anhelo con que Dominica contemplaba la pluma.
—Tócala con mucho cuidado.
—Tengo una petición muy importante que hacerle a Dios —le clavó a Garren una mirada suplicante—. ¿Me ayudará santa Larina?
Él sabía muy bien cómo respondía Dios a las oraciones. Le había suplicado